Foto

Las miradas urbanas de Hugo Santamaría

Y tu apareces, en mi ventana, suave y pequeña con alas blancas, yo ni respiro para que duermas y no te vayas. Que maneras más curiosas de recordar tiene uno, que maneras más curiosas. Hoy recuerdo mariposas, qua ayer solo fueron humo. Mariposas, mariposas, que emergieron de lo obscuro. Bailarinas, silenciosas…”
Silvio Rodríguez

Nací en Santa Tecla, El Salvador. En aquel año de 1961 las cosas parecían ser mayores, el sol menos agresivo, el verde más brillante. Se escuchaban las grandes orquestas cubanas y caribeñas, los tríos mexicanos y las “Big Bands” del norte. Con mis hermanos nos divertíamos viendo al Pato Lucas y Bugs Bunny en blanco y negro por la TV y criábamos pequeños mundos al jugar con los carritos Matchbox. A pesar de la pobreza a nuestro alrededor tuve una muy feliz infancia.

De mis viejos y buenos recuerdos me viene uno rápido a la memoria: mi abuela, esa mariposa. Tenía una cámara antigua de tipo caja, supongo que la más popular de su época y equivalente a las actuales compactas. Debía tener unos seis años cuando la desarmé. Coloqué dentro de ella los rollos de máquina de escribir y vi, fascinado, la luz matinal entrar por el lente e iluminar los rollos, mitad negros, mitad rojos.

Tengo ahora la certeza de que fue ella la primera en enseñarme inconscientemente el placer de ver el mundo a través de las imágenes. Tenia una larga colección de fotografías de familia que guardaba no en álbumes y si en cajas de lata de galletas y habanos, desordenadamente. Pero en su memoria no había errores de fechas o nombres de los fotografiados. Hasta hoy sigo con rigor ese criterio para organizar mis negativos: el del caos controlado.

No sé si ella fue quién hizo la mayoría de esas fotos, sospecho que sí, pero lo que realmente me marcó fue la vinculación emocional que tenía con aquellos recortes de su historia. Abrir esos pequeños cofres era como soltar una miríada de mariposas blancas y amarillas como las que toman sol en las riberas de los ríos de los trópicos.

Otros pequeños recortes como este desarrollaron mi deseo escópico. Con unos nueve años mi tía Men diciéndonos cómo asegurar la cámara Kodak y apretar el botón sin que se moviera o ya adolecente en una memorable caminata a la costa con los jóvenes de mi iglesia donde llevaba la 110 mm y quizás me vi por la primera vez como fotógrafo.

A todo eso acontecía mi educación espontánea en relación a la imagen fotográfica a través de las revistas Life y National Geographic que devoraba con los ojos.

La oportunidad aconteció en 1978 cuando el pastor de mi iglesia viajo a Panamá y trajo una Olympus OM-1 (¡que delicia!) con la intención de negociarla. Era el último año de la secundaria y, como era tradición, tenía el “derecho” a un anillo de la institución y un traje nuevo. Aproveché las contingencias y pedí a mis padres para que comprasen la cámara “a cambio de la sopa de lentejas” (desde entonces me alejaba de este tipo de tradiciones formales). Imagino a mis padres conspirando entre ellos a favor de mi felicidad.

Así tuve mi primer contacto verdadero con la técnica fotográfica. Dominar aquel fotómetro mecánico era un desafío en si y, como me dijo un amigo en aquel momento “es mas difícil que pilotear un avión”. Ya en mi primer rollo conseguí, más por suerte que por conocimiento, una bella foto de dos mariposas. Lepidópteros Diurnos, aunque bien recuerdo que exigió de mí mucha paciencia. Era mi primera foto artística.

Después de ir a Brasil a estudiar, pase casi dos años sin cámara hasta hacerme de mi primera Canon. Poco a poco fui reuniendo un pequeño grupo de fotos queridas. En los últimos años de universidad me atreví a mostrarlo en mi grupo de estudio de Psicoanálisis. Ahora comprendo que esa fue mi primera experiencia de “exposición”. Era ahí, en eses comentarios, o en la ausencia de ellos, donde perfeccioné mis criterios estéticos y fui construyendo la imagen del otro sobre mi proprio mirar.

Realicé mi primera exposición formal en 1989 e inauguré dos días después de comenzar un nuevo trabajo como sicólogo en una ciudad distante y en la misma noche que mi exesposa inició el trabajo de parto de mi primera hija. Una noche inolvidable.
Desde entonces hice más de una veintena de exposiciones, trabajé como coordinador de fotografía en una agencia de publicidad y fui fotógrafo en un periódico salvadoreño y freelance de otro en Portugal. Viví con mis fotografiados en Angola como Tchinguendelei y Tchindele en Angola…

Mis fotos me gusta considerarlas hallazgos o, mas bien, encuentros. Fotografiar las cosas tal cual se me presentan en el cotidiano, como metáforas que no pueden ser dichas en palabras porque en ellas no caben. De hecho, solamente puedo hablar de ellas después de que existen y, al hablar, el psicoanálisis me hace sentido: imagen y palabra fundidas para revelar el deseo que ocultan disimuladamente. Prueba de ello son “As cores do Cotidiano” (1989), “Outras Palavras” (1995), “E do Verbo se fez Foto” (2000) y “As palavras que digam o demais” (2002).

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