Letras

Ilustración: Luis Galdámez

Oscar García

Santa Tecla (1963). Bachiller del Instituto Nacional José Damián Villacorta. Doctor en Español, con especialidad en literatura, por la Universidad de Estocolmo. Actualmente es profesor e investigador de la Universidad de Gotemburgo en Suecia. Aparte de trabajos académicos, dedicados sobre todo a la literatura centroamericana, ha publicado varias obras de ficción en sueco y en español. Es autor de la novela La odisea de Anders Carlsson (San Salvador, DPI, 2014) y de la investigación doctoral Guerrilleros de papel: La representación del guerrillero en seis novelas centroamericanas de los años setenta y ochenta.

Septiembre 23, 2022

Comenzando de nuevo

Al salir del aeropuerto me recibió una muchacha que hablaba muy bien el español. Me dijo que se llamaba Karin, que me había estado esperando un buen rato y que había dejado el coche en el estacionamiento. Salimos al frío. Yo me sentía muy alegre y animado, a pesar del largo viaje. Por fin respiraba el aire nórdico. Suecia no era tan fría como pensaba. Pero solo estábamos en septiembre. En diciembre seguramente vería la nieve.

Karin condujo el coche por carreteras desoladas, atravesando bosques oscuros que me recordaron la famosa historia de Hansel y Gretel. Me sentía como en un sueño. La conductora casi no hablaba y a mí tampoco se me ocurría nada que decir. ¿Qué iba a decir? Me bastaba con observar. Todo era nuevo para mí, todo era interesante.

Llegamos al campamento. Karin me llevó directamente a un apartamento y ahí me dejó. Sin embargo, pronto apareció otra mujer. Me sorprendió que ella también hablara tan bien el español. Ann me mostró el pequeño apartamento donde yo iba a vivir. El lugar tenía todo lo que podía necesitar. Incluso había comida en el refrigerador y en la alacena. Ann era alta y guapa. Me contó que estaba casada con Manuel, un español a quien no pude menos que envidiar. Además me dio información general sobre el campamento. En cuanto me entregó la llave y se fue, me tiré en la cama, sin quitarme la ropa ni los zapatos.

Llamaron a la puerta. Cuando abrí los ojos no sabía dónde estaba. La luz de una lámpara que colgaba del techo me cegaba. Me vi en una cama arreglada y no reconocía nada. ¿Dónde estoy?, pensé. ¿Acaso estoy soñando? Paredes empapeladas, una gran ventana, un gavetero…

De repente recordé todo: el aeropuerto, Karin, el viaje en coche, el bosque, Ann y el apartamento. Me encontraba en Suecia, por supuesto. Era un refugiado que estaba por comenzar una nueva vida. Entonces salté de la cama y corrí hacia la puerta. El timbre sonó una vez más antes de que lograra llegar. Abrí con rapidez.

―¡Hola! ―me dijo en español un hombre de cabello negro―. Me llamo Manuel. Soy el marido de Ann.

Manuel me tendió una mano sincera y yo se la estreché. Me pareció simpático. Ojos bondadosos y pantalones vaqueros.

―¡Hola! ―le dije―. Sebastián. Pase adelante.

Él entró al apartamento pero ni se sentó. Solo me quería saludar, me dijo, y aconsejarme que no me durmiera todavía.

―Es demasiado temprano ―me explicó―. Para ti es tarde; pero para nosotros es temprano. Si te duermes ahora vas a despertar a media noche y mañana te vas a dormir a medio día. Y así sucesivamente. Lo mejor es que aguantes ahora.

Fue agradable conversar un rato con él. Por lo visto, yo no era el único inmigrante en Suecia. Cuando se fue saqué las cosas de mis maletas, solo para tener algo que hacer y no quedarme dormido. Después de un par de horas me dio hambre y decidí preparar algo de comer. Freí un huevo y algunas rodajas de un salchichón que parecía pene de burro. Pan no había. Solamente encontré unas galletas cuadradas que parecían tablas y sabían a madera.

El campamento era un mundo cerrado y tranquilo que estaba en un barrio apartado. Alrededor había solamente bosque, donde se veían urracas y cuervos. Un caminito asfaltado lo conectaba con el centro del pequeño pueblo, por donde pasaba una carretera que conducía a la ciudad. Yo no sabía cómo ir ahí. No veía autobuses por ningún lado, nada que recordara a una terminal. Nada de ruido, nada de humo, nada de vendedores ambulantes.

La primera vez que visité el pueblo fue un poco especial. Fui al supermercado a comprar algo con el dinero que me habían dado en el campamento. Era un suma pequeña pero suficiente que me darían cada mes mientras viviera ahí, para comprar comida, jabón y otras cosas básicas.

Eché a andar por el caminito asfaltado con una sonrisa en los labios. Era una bella mañana de septiembre. El aire era limpio, el sol brillaba y los pájaros cantaban. No llevaba prisa. ¿Para qué caminar rápido? ¿Para qué estresarme? Este era uno de los mejores momentos de mi vida.

A medio camino me encontré con una pareja de árabes que observaban un árbol. Estábamos en la misma situación. Habíamos encontrado refugio en la lejana Suecia y aquí íbamos a empezar de nuevo. El hombre me miró y señaló hacia el árbol. Vi entonces a una ardilla cobriza que dio tres saltos y luego se puso a comer algo. Qué graciosa era. Les sonreí a los árabes y les dije adiós con la mano. Ahora teníamos otra cosa en común: habíamos visto un animal del paraíso.

El centro del pueblo eran solo dos calles y una plaza. De inmediato noté que ninguna mujer cargaba a su hijo en brazos, como solían hacerlo en mi país. Aquí había que tener cuidado para no ser atropellado por alguno de los tantos cochecitos que circulaban. Mis ojos se prendieron luego de un hombre que pasó a toda velocidad en una silla de ruedas. Nunca había visto cosa semejante. La silla se movía sola. Parecía una nave espacial, con palancas y todo. Eso me hizo recordar a los discapacitados de mi país. Algunos se arrastraban por el suelo, como reptiles humanos, sucios, lisiados y alcoholizados. Se pasaban todo el día en el mismo lugar, por lo general en la puerta de una iglesia o en alguna esquina, pidiendo limosna. Qué diferente era aquí. Sin lugar a dudas, Suecia era fantástica.

Entré al supermercado alegre y lleno de curiosidad. Había tantas cosas interesantes: caviar en tubos de pasta dental, limones de plástico, pescado encurtido en frascos, pan oscuro… Me divertía solo viendo los productos. No obstante, cuando llegué a la caja sentí un poco de miedo, porque sabía que no entendería lo que dijera la cajera. Aunque en realidad no importaba, pues podía leer las cifras en la pantalla a la hora de pagar.

Mis compras avanzaron sobre la banda: un pepino, seis huevos y un pan de caja. Cuando la cajera habló, miré las cifras en la pantalla, pagué y pasé por la caja. Pero entonces me di cuenta de algo: no había tomado una bolsa plástica. Así es que regresé rápidamente a coger una. Y como sabía que las bolsas plásticas servían luego para la basura, aproveché para agarrar dos más y las metí en la primera.

Cuando levanté la vista quedé paralizado. Fue una sensación horrible. La cajera tenía los ojos puestos en mí. La señora que estaba detrás de mí también me observaba. Y los que estaban más lejos en la cola también me miraban. ¡Todos me miraban! Pasé por la caja otra vez, pero ahora perseguido por esas ardientes miradas. No fue nada fácil meter las compras en la bolsa.

El pan estaba más cerca de la cajera que de mí, el cartón de huevos se abrió, el pepino no quería entrar… Yo sentía la cara caliente. ¿Por qué me miraban así? ¿Me veían raro? Cuando logré meter mis cosas en la bolsa salí huyendo de ahí.

La siguiente vez que fui al supermercado me puse a estudiar a los clientes y a la cajera. Entonces entendí todo. Las bolsas no eran gratuitas. Yo no las había pagado y es por eso que todos me miraban. ¿Pero cómo iba yo a saber eso? Las bolsas eran gratis en mi país.

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Atardecer_intervención_Luis Galdámez

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