Letras

Ilustración: Luis Galdámez

Miguel Ángel Chinchilla Amaya

(San Salvador, 1956). Escribe poesía, cuento, fábula, novela y periodismo literario. Estudió Jurisprudencia y CCSS en la Universidad de El Salvador. En producción radiofónica, ha producido la mayor antología de la cuentística salvadoreña y de otros países en lenguaje radiofónico. Co–fundador del desaparecido suplemento literario “Los Cinco Negritos” en Diario El Mundo. Coordinador de Ediciones Amate Vos.

Octubre 7, 2022

Caperucita en la pandemia

Por pasar encerrada entre las páginas de un libro de cuentos, la mamá de Caperucita no se había percatado de la pandemia que asolaba al mundo, así que entonces le pidió a su hija que fuera como de costumbre a casa de la abuelita para entregarle la canasta de víveres que con frecuencia le mandaba.

Por el camino, a Caperucita le asombró ver las calles desoladas y llamó su atención que los pocos transeúntes que encontraba iban tapados de la boca con una mascarilla.

Pero al doblar por una esquina, Caperucita de pronto encontró a un grupo de policías y militares de igual manera con las bocas tapadas, en modo bandidos de western, que junto a una tanqueta y sosteniendo tremendos fusiles como en una guerra, montaban guardia deteniendo a carros y personas que por aquel lugar transitaban.

Entonces uno de aquellos hombres armados a quien se le notaba una boca protuberante debajo del tapaboca, preguntó a Caperucita: 

—¿Hacia dónde te diriges, pequeña niña, que acaso no sabes que debes permanecer en tu casa para no contagiarte? 

Caperucita asustada sobre todo por el gran parecido de aquel hombre con el lobo del cuento del cual ella venía, contestó con la voz entrecortada: 

—Vo-voy a ca-ca-casa de-de mi abuelita a entregarle esta ca-ca-canasta con uvas, pastelillos, que-que-quesos y manzanas que-que mi ma-ma-mamá le envía.

Pues fíjate, niña -le dijo aquel hombre con ojos de coyote- que vamos a llevarte a un centro de cuarentena por violar la ley de emergencia, además es culpa de tu mamá irresponsable que te manda a la calle sin protección. En ese lugar pasarás algunos días mientras pasa la pandemia. 

Caperucita entonces sintió que desfallecía y al despertar de repente con los ojos desorbitados, se encontró en un lugar desconocido en medio de extrañas gentes que al reconocerla por su caperuza roja le pidieron que no se afligiera, una enfermera joven apareció y con mucho cariño sobre la boca y nariz un nasobuco le colocó.

Para sorpresa de Caperucita, más tarde encontró en aquel centro de detención a un pequeño niño tan pequeño como un meñique de nombre Pulgarcito, que ella ya conocía puesto que habitaban en el mismo libro, aquel niño también había sido detenido porque, según la historia, sus padres ingratos lo habían dejado perdido. Este pobre niño estaba acompañado de otro cipote de madera que antes había sido una marioneta, y por no obedecer a su padre que era carpintero y dedicarse a la vagancia, también se lo llevó Judas, es decir la patrulla. Su nombre era Pinocho y la mascarilla se le había roto por la gran nariz que tenía.

Además, entre los niños detenidos por no obedecer las órdenes del sultán y sus soldados que no eran de plomo sino con plomo, plomosos como se dice, había otro muchachito prieto, descalzo y panzoncito, con un extraño sombrerón sobre su cabeza, abandonado para mientras por su nana que era tortillera, ya que la doña había ido a gestionar la ayuda que el sultán estaba ofreciendo. Su nombre era Cipitío y se reía por nada y al ver a los otros niños tristes y compungidos, les dijo muy alegre y confiado: 

—Achis, no jodan cipotes, yo los voy a sacar de aquí; y dicho y hecho, solo chasqueó los dedos y de pronto estuvieron a la orilla de un río límpido y cristalino con chimbolos de todos colores, en el disfrute y contentura de su vida literaria, más allá de pandemias, policías y otras amenazas.

Y colorín colorado, a quien no le gustó este cuento es un pasmado. Achis, pues.  

(Tomado del libro inédito Cuentos de la pandemia)

Soter

Ese día sucedió algo realmente extraordinario, aquella mañana el sol apareció por occidente, no por accidente sino por occidente; los gallos cantaban arrevesados y todos los pájaros volaban en reversa como los colibríes. En las redes sociales comenzaron a circular comentarios de que dicho fenómeno tenía que ver con la pandemia llamada Síndrome Respiratorio Agudo y Severo No. 2, que asolaba al planeta. 

Angustiado entonces el emperador, confundido por lo que decían sus astrólogos, no se le ocurrió otra cosa más que convocar a un día de ayuno y oración obligatorio, so pena de prisión para quien no acudiera a la plaza, protegido desde luego cada uno con su respectivo nasobuco, para implorar de hinojos la misericordia del creador. 

La madrugada anterior, Sotero, conocido como Soter o Soterito, había tenido un sueño verdaderamente extraño, que únicamente hubo de comentar con su padre, un anciano de nombre Concordio con fama de hechicero, y con su mujer llamada Blandina. Había soñado Soterito con el ángel del mal, que iba de puerta en puerta llamando a la gente para contagiarla con la peste, que en el sueño podría haber sido viruela o sarampión. Lo raro fue que en el sueño Soterito se miraba como el Papa, con báculo, tiara, zamarra y toda la vestimenta, y observaba que a su lado tenía como consejero ni más ni menos que a San Oscar Romero, ambos dialogando con el doctor Galeno, sobre la mejor forma de cómo evitar que el ángel de la muerte siguiera cobrando víctimas. 

De pronto irrumpió en el lugar donde se encontraban conversando los tres hombres, un grupo de soldados con sus espadas en ristre, pretendiendo ultimar al Papa y sus dos acompañantes, en el preciso instante que Sotero se despertó alarmado, ya que alguien tocaba a la puerta de su casa con fuertes golpes.

Don Concordio, su padre que ya estaba de pie, poniéndose el índice en la boca como señal de guardar silencio, comentó hablando muy bajo que quienes tocaban casi botando la puerta, eran los soldados que andaban arreando a la pobre gente, aterida y hambrienta como ganado para llevarla por la fuerza al día de ayuno y oración decretado por el emperador, evento al cual una noche antes ellos habían decidido no asistir por no creer en ese tipo de eventos religiosos.

La Blandina asustada pero calladita se limpiaba las lagañas con la punta de la blusa, mientras con los pies descalzos buscaba las sandalias que había dejado debajo de una silla.
En eso oyeron que la puerta cedía a los golpes de una pesada almádana, tras los gritos del jefe militar que les ordenaba desde afuera salir en cumplimiento de la orden imperial, ante lo cual don Concordio chasqueando de inmediato los dedos se transformó a sí mismo, a su hijo Soter y a su nuera Blandina, en tres pájaros torogoces los cuales salieron volando para atrás, raudos y veloces por una abertura en el techo, para ir a posarse en una barda poblada con flores de izote, observando desde ahí los desmanes de los hombres uniformados en contra de la gente humilde de aquel vecindario.

En el ínterin, Soterito como le decía la Blandina, le contaba a ella y a su padre don Concordio, aquel sueño extraño de la madrugada anterior, mientras con el pico abierto observaban asombrados cómo el sol alumbraba extraviado a esa hora de la mañana, desde el lado contrario del firmamento.

(Tomado del libro inédito Cuentos de la pandemia)

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