Opinión

Ilustración: Luis Galdámez

La guerra Rusia-Ucrania: cuatro meses y contando

Carlos Decker-Molina*

Julio 15, 2022

Probablemente durante la guerra fría fue más fácil ser intelectual, articulado a una de las dos ideologías del mundo bipolar. En ese entonces el equilibrio del terror nuclear, aunque suene paradójico, hizo posible la coexistencia pacífica. El mundo de hoy es otro y las sociedades son mucho más complicadas.

¿Por qué nadie dice no a la guerra?

Voy a comenzar preguntando si el desplome del muro de Berlín y la desaparición de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y sus satélites de Europa del este, acaso, no enterró también entre sus escombros ideológicos a la intelectualidad.

El silencio es abrumador entre los Premios Nobel de la paz, de literatura y otros. Tengo la sensación de que el lenguaje político ha sido sustituido por el lenguaje militar. Cuando digo lenguaje militar, me refiero a que la mayoría de los nuevos discursos se engolosinan con el tema de la seguridad inmediata.

Probablemente durante la Guerra Fría fue más fácil ser intelectual, articulado a una de las dos ideologías del mundo bipolar. En ese entonces el equilibrio del terror nuclear, aunque suene paradójico, hizo posible la coexistencia pacífica. El mundo de hoy es otro y las sociedades son mucho más complicadas.

Pero ¿quiénes son los intelectuales? Antes de la definición de Friedrich August von Hayek, filósofo austríaco, conceptualizaré al intelectual como integrante de una élite, una minoría sabia que influía en la sociedad.

Hayek modernizó la definición y los llama: “traficantes de ideas de segunda mano”, es decir, no solo teóricos y académicos, sino también toda la clase de formadores de opinión como escritores, periodistas, científicos e incluso activistas, pasarían a la categoría de intelectuales.

Quizá deba elegir una de las definiciones para significar su actual silencio. Me inclino por “el formador de opiniones ajenas, porque sus ideas ganan la aceptación de la sociedad que lo lee o lo escucha”.

Los más activos son los intelectuales orgánicos, algunos pseudointelectuales oportunistas y despistados que mencionan alguna vieja filosofía que ya no responde a la realidad concreta, como si no quisiéramos aceptar al chip y la digitalización que coexiste con cada uno de nosotros desde nuestra pulsera.

Personajes que no entienden que la Federación Rusa no es la continuación de la Unión Soviética y que Vladimir Putin no es el nuevo Lenin. Incluso, si así fuera, la perspectiva soviética es siempre peor que la democracia más mediocre.

Aparecen como fuente de una explicación objetiva los documentales sobre Putin y Ucrania suscritos por el cineasta estadounidense Oliver Stone, criticado en su momento por la ausencia de objetividad y su falta de profesionalismo sociológico, ideológico y periodístico.

Tampoco hay intelectuales por el lado ruso, los que hablan son agentes repetidores digitales de la “verdad oficial”. Por ejemplo, se refieren a “la censura de occidente” a la prensa rusa, como si la prensa de Putin fuese libre, como si esa prensa pudiera desobedecer las directivas oficiales y decidiera usar las palabras guerra, ataque, invasión, prohibidas por el “Roskomnadzor” por instrucciones del supremo.

Los medios independientes de tan grande país fueron solo dos con gran prestigio. La Radio Eco de Moscú y Nóvaya Gazeta, cuyo director fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz 2021, ambos medios cerraron para evitar la autocensura o las represalias.

Esos agentes repetidores del discurso oficial han olvidado el asesinato de varios periodistas rusos incómodos al régimen, un solo nombre de ejemplo por ser el más global: Anna Politkovskaya, por sus reportajes en Chechenia.

La prensa europea tiene decenas de corresponsales en los diferentes frentes de guerra en Ucrania, son ellos los que nos mantienen informados. Esa prensa no se difunde en Rusia, los rusos no han visto la destrucción en Mariúpol, de su teatro donde se escondían decenas de niños y tampoco las escenas dantescas de Bucha e Irpín, con más de cuatrocientos cuerpos de civiles arrojados en las inmediaciones.

La prensa rusa sigue las instrucciones de los hombres de Putin, tergiversan y cuentan historias de fascistas europeos, una mezcla de nazismo alemán con racismo estadounidense, según publica la agencia oficial rusa. O propagan los grandes deseos de restablecer el imperio ruso que esta vez iría desde Portugal a Vladivostok, lo que supone que más tarde que temprano Europa podría convertirse en escenario de una “operación especial”.

Los repetidores de las consignas rusas no quieren comprender que los intereses geopolíticos de Rusia no tienen el contenido ideológico que embrujó a millones de jóvenes de la postguerra a pesar incluso de las barbaridades de Stalin. Esos jóvenes, hoy ancianos, piensan con el corazón y no con el cerebro. Algunos estudiaron en la Universidad Patricio Lumumba, aprendieron el idioma, recuerdan con cariño la sopa de betarraga con yogurt, se casaron con rusas, tienen hijos mitad rusos.

Yo también admiro la cultura rusa, la literatura, la música y tengo muchos amigos rusos, me encanta el caviar con pan de marinero, pero esos recuerdos no me impiden observar y ver lo que realmente pasa con la dirección política de ese país, que por sus acciones, está más cerca del calificativo de nazis que otra cosa.

Sin duda el argumento de la encerrona de la OTAN es el mejor, lo he usado en mis primeras notas como explicación, pero, no como justificación. Sin embargo, cabe una aclaración, los primeros países en ingresar fueron precisamente invadidos por las tropas rusas (Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968) y el tercero, Polonia, que fue obligado al golpe de estado del general Wojciech Jaruzelski para detener el avance del sindicato de portuarios Solidaridad.

La memoria histórica de esos tres países fue el argumento para pedir su ingreso a la OTAN. Le siguieron los tres pequeños países Bálticos (Letonia, Lituania y Estonia) por el mismo miedo de los tres primeros socios de la Alianza Atlántica. El argumento de la encerrona vale para Georgia, Moldavia y Ucrania. Ya entonces Putin había mostrado públicamente su disconformidad con la ampliación de la OTAN, recuérdese el discurso del supremo en la reunión del Consejo de Seguridad Europeo en Múnich en 2007 donde advirtió por primera vez sobre el “cerco de la OTAN”.

Por el otro lado, “los traficantes de ideas de segunda mano” se apoderan del discurso de los seguidores del putinismo para aparecer como defensores del anticomunismo. Para esa derecha es fácil reacomodar su pensamiento anticomunista. Y no contraponen una gestión mejor que el lenguaje de las armas. No hablan del crecimiento de las desigualdades, ni pestañean frente a la trampa de la “libertad de elección”, porque saben que esa libertad está condicionada a la economía. Callan los yerros del neoliberalismo. Favorecen en sus discursos a los de arriba y se olvidan de los de abajo. Por eso cuando los de abajo asumen el mando eliminan la vieja élite y la sustituyen y con muy pocas excepciones, migran a tesituras autoritarias. ¡La cena neonazi está servida!

Europa a pesar de su tradición helénica y romana, a pesar de los principios de la revolución francesa, incluso, a pesar de los principios de la revolución bolchevique y por las experiencias de las dos devastadoras guerras mundiales, debió remplazar el lenguaje militar por el político, pero, ¿no tuvo tiempo ante la precipitación de los hechos? ¿Creyó en la verdad económica y financiera, como solución o amortiguadora de conflictos geopolíticos?

¿Dónde están los socialismos democráticos? ¿Dónde están los liberales no economistas sino sociales? ¿Dónde están los democratacristianos de la posguerra que ayudaron en la reconstrucción del tejido democrático y político?

Si no hay intelectuales como Walter Benjamin, Jean Paul Sartre, Albert Camus, Bertrand Russell o Michel Foucault, por lo menos recordemos que los viejos bolcheviques eran contrarios a la guerra porque enfrentaba a hermanos proletarios.

La guerra de Putin enfrenta eslavos contra eslavos, blancos contra blancos, excamaradas contra excamaradas y si ajustamos la tuerca, enfrenta al Batallón Azov contra el Batallón Wagner, es decir –si aceptamos el discurso de Putin– la guerra enfrenta a nazis contra nazis.

Personalmente es más fácil definir la guerra como imperialista y personalmente estoy en contra de todos los imperialismos. Por eso para mí Ucrania es la víctima y Rusia la agresora.

Calificar a toda Ucrania de fascista, es como calificar a todos los rusos de fascistas por la existencia del Grupo paramilitar secreto Wagner que está luchando en Ucrania a órdenes del comandante en jefe Vladimir Putin.

Si los intelectuales no aparecieron en los prolegómenos de la guerra que aparezcan ahora para detenerla, para exigir a sus estados que cambien el lenguaje militar y llamen a terminar una carnicería que en este momento tiene su epicentro en Mariúpol, la Gernika de siglo XXI.

Turquía hizo el esfuerzo de reunir a los contendientes. Tendrá que convocarlos nuevamente. Macron tuvo monólogos yuxtapuestos con Putin como forma de mantener un hilo de comunicación. Inclusive el primer ministro de Israel, Naftali Bennett, fue a Moscú y a Kviev para tratar de acercar a las partes.

En tanto la ONU ha perdido la voz y la fuerza opositora al interior de Rusia está apagada, no tiene ni líderes ni instrumentos políticos ni de expresión.

Noruega tuvo la valentía de recibir a los Talibán de Afganistán para ayudar y paliar el hambre de la población afgana. Recibió una delegación de un gobierno no reconocido por nadie, pero el intento tuvo un fondo moral.

Tiene que haber alguna otra Noruega que convoque a la mesa de negociaciones a rusos y ucranianos.

¿Dónde están los intelectuales suecos que abogaron en todos los foros por un mundo sin armas nucleares? ¿Acaso aplaudiendo que Suecia ya tiene un pie en la OTAN?

*Periodista y escritor boliviano residente en Estocolmo

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