Opinión

Ilustración: Luis Galdámez

Hamlet en el Teatro Mariúpol

Carlos Decker-Molina *

Noviembre 4, 2022

Esas bombas me dejaron en oscuridad permanente.

No, ciego, no. Puedo ver en la oscuridad. Sobre todo, puedo pensar, pero…

la vida es mejor con luces, con sombras y sin bombas.

¿Los misiles son bombas? No preguntes, hija, matan igual.

Anoche fueron tantas que me cortaron la vida.

Tuve suerte de refugiarme en un teatro porque los personajes nunca mueren.

Personajes de autores cien veces muertos, que están vivos en las escenas del mundo y reviven a sus autores en las dos o tres horas de función.

Pero…

¿Por qué disparan contra un teatro?

Porque en los teatros hay esperanzas.

¿Por qué disparan contra un teatro?

Porque en las escenas se dicen verdades ocultas por los poderosos

¿Por qué disparan contra un teatro?

Porque en las escenas reviven Hamlet, Julieta y Romeo, y hacen recuerdo las contradicciones de la vida. Porque en el teatro puedes morir… pero, de risa, espectando la comedia de la guerra.

La guerra son disparos, muertos y heridos. Refugiados, viudez, orfandad, miseria. En el teatro se recobra la esperanza en el amor y la vida a través de ver al odio expresándose libremente.

Por eso me atrevo a decir:

Guerra preventiva. Guerra fallida. Guerra perdida. Guerra vencida. Guerra de mierda.

Estamos en un teatro con niños y adultos para eludir las bombas de la guerra de mierda, que, siendo preventiva, es también perdida y vencida.

Los traje a los niños porque en el teatro nadie muere, todos viven y reviven; algunos mueren,

pero están vivos.

Les mostré apuntando con el dedo.

Mira, ahí viene entrando uno que nunca puede morir, ¿lo ves? Pisa la escena quemada por el incendio.

Ese flaco es Hamlet, se acerca a nosotros con la calavera en la mano y recita:

“Ser, o no ser, esa es la cuestión.

¿Cuál es más digna acción del ánimo,

sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta,

u oponer los brazos a este torrente de calamidades,

y dar fin con atrevida resistencia?”.

Los niños muertos se levantan, hacen un coro y repiten con Hamlet:

“Morir es dormir… tal vez soñar”.

He leído tanto que mis ojos están cansados. Cómo dejar de decir que los que bombardean lo hacen contra nuestra libertad.

Para ellos, los bombardeadores, libertad trae consigo la inmoralidad. Son los nuevos inquisidores.

Con bombas quieren evitar que pensemos diferente.

Se parecen a los estados primitivos de la humanidad y a esas multitudes posmodernas que quieren retornar a la historia de ayer.

Ahítos de pecados y con billetes de ida y vuelta a paraísos falsos.

Ahítos de historia como las Malvinas, el Campo de los Mirlos o la Rus de Kiev.

Los que nos bombardean quieren volver al año 882, a la Rus de Kiev, por eso dicen que lo malo y perverso es no bautizarse como Oleg de Nóvgorod.

¡Todos a la misma iglesia!

¡No a la libertad de no creer en dioses ni dictadores!

¡No al homosexualismo!

¡Muera el feminismo!

¡La mujer al hogar!

¡Los hombres a la guerra!

¡Abajo los libros!

¡Arriba los tiros!

Y siguen cayendo las bombas.

Nos acusan de comprar la libertad.

Si compramos la libertad, la pagamos con la vida. No importa muerto, pero con hijo libre y

nieta parada con bandera roja en la mano llamando a la libertad, a la camaradería y a la

solidaridad.

Aunque sea el último acto de libertad me paro en este escenario incendiado y a pesar del

hambre, la mugre y mis heridas, grito a los cuatro vientos:

¡Abajo la guerra!

No estoy de rodillas, estoy parado y listo a escribir en los muros quemados del teatro:

Las bombas son el idioma de todos los tiranos.

En la biblioteca de Sarajevo, escribí con humo y llamas:

¡Asesinos de mi historia!

En Bagdad me quité el zapato de mi única pierna viva, la izquierda, y se lo tiré al invasor que

hablaba de triunfos tan falsos como los Mariúpol.

En Georgia volví a escribir las palabras:

Los falsos matan por amistad.

Aún se puede leer en los muros de Palmira y Alepo:

Los que ayudan al supremo no defienden nuestra libertad, defienden al asesino y los asesinatos.

Son las mismas bombas que arrasaron las mezquitas de Afganistán y de Chechenia y ahora

destruyen un teatro.

Las mismas que llueven sobre los techos de la Gernika del siglo XXI. El teatro de Mariúpol.

No se dan cuenta de que matar mi libre albedrío es asesinar su propia liberad.

“…la violencia de los tiranos,

el desprecio de los soberbios?

Cuando el que esto sufre,

pudiera procurar su quietud con sólo un puñal.

¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando,

gimiendo bajo el peso de una vida molesta

si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte

(aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna)

nos embaraza en dudas

y nos hace sufrir los males que nos cercan”.

El primer acto de la nueva versión de Hamlet culminó no con aplausos sino con balaceras;

salimos al escenario dos y tres veces hasta el último disparo que nos devolvió la vida.

Nuestras protestas quedaron enterradas en el silencio de los escombros. Porque las bombas

matan nuestros cuerpos, pero nuestras ideas que se repitan en millones de teatros del mundo

entero.

No podrán matar jamás a Hamlet, ni a la Madre Coraje, tampoco a Segismundo y mucho

menos a Romeo ni a Julieta que reviven en cada beso de amor.

Se abre el segundo acto con la dedicatoria de Rafael que le dice a la bella que murió en los

escombros del teatro de Mariúpol.

“Te digo adiós, amor, y no estoy triste.

Gracias, mi amor, por lo que ya me has dado,

un solo beso largo y prolongado

que se truncó en dolor cuando partiste”.

El segundo acto es más doloroso. Ella murió ahí abajo. Pero escucha el soliloquio de

Segismundo porque la vida, tenía razón Calderón de la Barca, es un sueño. Y los sueños,

sueños son.

“Sólo quisiera saber,

para apurar mis desvelos

(dejando a una parte, cielos,

el delito de nacer),

qué más os pude ofender,

para castigarme más.

¿No nacieron los demás?

Pues si los demás nacieron,

¿qué privilegios tuvieron

que yo no gocé jamás?”.

Cae el telón en llamas.

Se precipita la tramoya y cae con un golpe seco en el escenario.

Mata a Segismundo, pero está vivo en Madrid, en Buenos Aires y Berlín.

Rafael vuelve a recitar:

“Lloré tanto aquel día que no quiero

pensar que el mismo sufrimiento espero

cada vez que en tu vida reaparece

ese amor que al negarlo te ilumina.

Tu luz es él cuando mi luz decrece,

tu solo amor cuando mi amor declina”.

Se inicia el tercer acto, el definitivo, el último.

Recibió el nombre Entre líneas, el autor es alguien llamado Chico.

Tantas bombas cayeron que no queda nadie en pie.

Hay tantos muertos que no alcanzan los sepulcros.

Hay tantos muertos que no los pueden mandar donde sus padres.

Murieron todos.

Menos dos generales que se miran con rabia y temor.

¿Cuál de los dos disparará primero?

Uno aparece al fondo del escenario calcinado y el otro se levanta del sillón de la primera fila

que tiene encima desechos del techo que ha quedado abierto; se puede ver la tenue luz de una

luna medio oculta entre las nubes de guerra.

Ambos tienen la Kalashnikov en bandolera.

El del escenario lo ve al otro, el de la platea, lo reconoce y le grita:

—Oye, Putin… ¿Quién ganó la guerra?

El soldado aludido también lo reconoce y también pregunta:

—Oye, Zelenski… ¿Quién ganó la guerra?

Cayó el telón. No se sintieron aplausos. Se escucharon miles de voces que gritan: No a la

guerra… no a la guerra… Hasta que las voces son sólo un murmullo perdido en la inmensidad

de la tragedia.

* Periodista boliviano radicado en Suecia

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