Cultura

Ilustración: Luis Galdámez

Los ecos del silencio

Ana del Carmen Álvarez publicó, en 2023, una colección de testimonios de hechos de violencia de los que fue testigo durante el conflicto armado en El Salvador. Algunos le sucedieron a ella y, otros, se los confiaron las personas a quienes les sucedió o alguien cercano a ellas. Con el aval de la autora, publicamos el siguiente testimonio.

Ana del Carmen Álvarez *

Abril 19, 2024

La ofensiva Hasta el Tope

Estudié Letras en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). El Salvador estaba en guerra, y, por mis actividades y las de mis amigas en un programa de la radio del Arzobispado, tuvimos que salir al exilio, unas a México, otras a Nicaragua y otras a Costa Rica. Vivimos fuera de El Salvador durante muchos años. Cuando regresé al país, la guerra continuaba. 

Cuando volví, en 1986, me contrataron en la UCA como catedrática, para impartir las materias de Comunicación y Lenguaje.

Pasaron los años y la guerra no paraba. Todos los profesores de la universidad estábamos al tanto de la realidad, ya que la universidad llevaba a cabo lo que se llamó Cátedra de la Realidad Nacional. Ahí se presentaban conferencias dadas por economistas, politólogos, líderes políticos, sociólogos, etc. Se sabía que la guerrilla, el Gobierno y los militares estaban dialogando para poner fin a la guerra. Las reuniones de diálogo tuvieron lugar en Costa Rica, México, Venezuela, Suiza, entre otros países. Pero llegó un momento en que el análisis que hacían los militares les indicó que la guerrilla estaba debilitada y que era la ocasión de ganar la guerra sin tener que hacer concesiones. Se retiraron de la mesa de las negociaciones e implementaron más y más duras ofensivas militares en los territorios del país que estaban bajo el control de la guerrilla.

El 11 de noviembre de 1989 inició la ofensiva guerrillera Hasta el Tope, que tenía como objetivo demostrar a las Fuerzas Armadas salvadoreñas su poderío, al llevar la guerra a San Salvador, la capital del país.

Al día siguiente, le pedí a mi hijo que fuéramos a dar una vuelta a la UCA, para observar si seguían trabajando a pesar de la ofensiva. La universidad estaba rodeada por el ejército y no se podía entrar. Ante esa situación, decidí ir a ayudar con los heridos al Hospital Rosales.

El jueves 16 de noviembre, cuando estaba lista para irme al hospital, recibí una llamada telefónica de uno de los padres jesuitas para darme la terrible noticia del asesinato de los padres Ellacuría, Montes, Martín-Baró, Amando, Pardito y López y López. 

De una librera cercana se había caído un libro. Era El Dios crucificado, de Moltmann, y quedó empapado en la sangre del padre Moreno.

Mi hijo, inmediatamente, habló por teléfono a Washington y a Londres para informar a unos amigos periodistas lo que había ocurrido. También habló con varios profesores y amigos de los padres. Después, mi hijo y yo nos fuimos a la universidad. Íbamos corriendo. Al llegar vimos los cuatro cuerpos tirados sobre el gramal frente a la residencia de los padres, dentro del campus de la universidad. Ellos estaban con ropa de dormir: Ellacuría vestía una bata corta color café encima de la pijama; Montes usaba una bata de toalla verde desteñido; Martín-Baró no se había puesto la ropa de dormir; Amando López llevaba una pijama de color indefinido. En ese momento no pude hacer otra cosa más que llorar. Se acercaron los padres Tojeira y Estrada. El padre Estrada llevaba una gran cartulina que decía: «Este es un ajusticiamiento que les hicieron a los curas por orejas y traidores». Lo firmaba el FMLN. El padre Estrada comentó: «Pero qué tontos los que escribieron esto. Si el FMLN hubiera asesinado a los padres, hubiera escrito: “Este es un ajusticiamiento que le hicimos a los curas por orejas y traidores”». 

Luego, los padres nos llevaron al interior de la residencia. Desde el jardín de enfrente hasta el cuarto que era del padre Sobrino había un ancho reguero de sangre. En la entrada del cuarto estaba el cadáver del padre Moreno Pardo. De una librera cercana se había caído un libro. Era El Dios crucificado, de Moltmann, y quedó empapado en la sangre del padre Moreno.

En uno de los cuartos de huéspedes estaba el cadáver del padre López y López con balazos en el pecho. Luego, nos mostraron los cadáveres de Elba y Celina, esposa e hija del jardinero de la universidad.

Mi hijo y yo regresamos a nuestra casa a tratar de contactar, por teléfono, a un juez, para que diera el permiso de levantar los cadáveres. También teníamos el encargo de pedir los ataúdes. El padre Tojeira nos dijo: «Pidan uno bastante largo, pues acuérdense de que el padre Montes es muy alto».

Un grupo de patólogos estadounidenses se ofreció a hacer las autopsias. El domingo fue el entierro. La misa fue en el auditorio, pues acudió mucha gente. Enterraron a los padres en la capilla de la universidad.

Debió pasar mucho tiempo antes de que pudiera escribir sobre estos sucesos. La masacre de la UCA, ese acto de la sinrazón, la estupidez y la cobardía, quedó marcada para siempre en mi vida. 

Hubo tres asesinatos que nunca pude olvidar: el de mi hijo, el de monseñor Romero y el de los padres de la UCA. 

A la semana siguiente, la universidad siguió abierta. Se daban clases los fines de semana, durante el día, debido a las horas del toque de queda, el cual empezaba a las seis de la tarde y terminaba a las seis de la mañana. No se podía dar clases de noche. De esa manera, los estudiantes no perdieron el semestre.

Los guerrilleros han ocupado Huizúcar y lo están defendiendo. ¿En qué parará todo esto? Me duele el alma y el corazón al pensar en todos los civiles atrapados en medio. 

Mientras tanto, la ofensiva seguía. 

Mis alumnos dieron su aporte de lo que significó la ofensiva para ellos: 

«Estábamos mi madre, mi hermano y yo en un apartamento de la colonia Atlacatl, cuando a eso de las ocho de la noche empezamos a oír enfrentamientos y bombazos. La corriente eléctrica se cortó, los helicópteros sobrevolaban los edificios, el intercambio de disparos y ráfagas era nutrido […]. Al día siguiente, como a las seis y media de la tarde, la situación estaba un poco calmada y aprovechamos para ir a la tienda, que por suerte estaba abierta, a comprar baterías para las lámparas, que eran indispensables, ya que no había energía eléctrica. También compramos plátanos, huevos y frijoles».

Otra alumna escribió lo siguiente: 

«El miércoles fue horrible. Eran las cuatro de la mañana y yo casi no dormía. Empezamos a oír disparos y bombas muy cerca. Una hora después, los disparos eran en el pasaje de nosotros. Se escuchaba a la gente corriendo y gritando por la calle; explotaban granadas y las esquirlas caían en los techos de las casas. Así pasaron dos horas: explosión tras explosión. Mientras tanto, nosotros estábamos debajo de las camas comiendo polvo, afligidos, llorando».

Otra escribía: 

«Mis experiencias puede decirse que fueron afortunadas, pues no viví más que un pequeño susto, una aventura, hasta una situación divertida […]. La noche era divertida con mi papá. Los dos, con nuestros caracteres curiosos, salíamos al garaje para ver directamente las luces de bengala o algún avión. Calladitos o en voz baja comentábamos qué hacer si veíamos algo. Nos daba miedo. Cuando oíamos balas o algún ruido extraño, corríamos a la casa, dejando zapatos y sandalias en el camino […]. Fueron semanas interminables las de esa vacación. Me sentía aburrida sin pensar en lo afortunada que era […]. Me sentía tan sola y solo soñaba con entrar a la universidad».

Continué dando clases. El miércoles 6 de diciembre escribí lo siguiente: 

«Son las 3:10 p. m. Estoy en mi cubículo. A este módulo casi no han venido profesores. Están presentes las secretarias y unos pocos de nosotros, los catedráticos. Afuera, pero bastante cerca, se oyen los aviones y los helicópteros. Están peleando hacia el sur, parece que en Huizúcar. Esto empezó a las 11:30 a. m. Ya lleva unas cuatro horas. Se oye al avión que tira rockets y también se pueden distinguir ráfagas nutridas de unas ametralladoras grandes que lleva no sé si el helicóptero o el avión. El cielo está de un azul intenso. Grandes cúmulos blancos y esponjados cuelgan inmóviles en el firmamento. Se escuchan disparos de ametralladora y de Dragunov que llevan el mismo mensaje: muerte, destrucción, dolor, agonía. Los guerrilleros han ocupado Huizúcar y lo están defendiendo. ¿En qué parará todo esto? Me duele el alma y el corazón al pensar en todos los civiles atrapados en medio que van a morir. ¡Dios mío! ¿Hasta cuándo?

Yo estoy en la universidad trabajando, sacando porcentajes de notas, preparando dos exámenes para el sábado y tratando de estar tranquila. Honestamente, estoy tranquila. Uno se va a acostumbrando a todo y, cuando los disparos no son cerca, ya ni “pispileo”».

Cuando entregué las notas de las materias que impartía bajó el nivel de adrenalina que me mantuvo trabajando y olvidando por un momento todo el horror de la tragedia. El dolor y la impotencia se instalaron en mi conciencia y se me destrozó el corazón. 

No pude seguir un día más en la universidad. Cada rincón del jardín, cada aula, cada árbol, cada senda, me recordaba a mis mentores: los padres asesinados. Así que tomé el primer vuelo que pude encontrar y salí del país por una temporada.

Atrás quedó la guerra, atrás quedó la universidad, atrás quedaron los muertos, atrás quedó el odio, pero el dolor quedó instalado en mi corazón y se quedó para siempre.

En 1992, después de la masacre de los padres de la UCA, de la ofensiva guerrillera y de tantas otras masacres, se firmó la paz. Poco a poco, la ilusión de tener un país con justicia, verdad y amor pareció posible, y la esperanza, despacito, fue entrando en el corazón de todos los salvadoreños.

* Escritora salvadoreña autora de los libros Dichos y diretes, El samovar de plata, ¿Te acordás, Alfonso? y Los ecos del silencio.

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