Cultura

Ilustración: Luis Galdámez

Los ecos del silencio

Ana del Carmen Álvarez publicó, en 2023, una colección de testimonios de hechos de violencia de los que fue testigo durante el conflicto armado en El Salvador. Algunos le sucedieron a ella y, otros, se los confiaron las personas a quienes les sucedió o alguien cercano a ellas. Con el aval de la autora, publicamos el siguiente testimonio.

Ana del Carmen Álvarez *

Marzo 8, 2024

Masacres

3 de abril de 1993

El padre Ellacuría decía que en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), la materia más importante que se debía enseñar era la realidad nacional. Ninguna persona puede, por experiencia propia, conocer todos los aspectos de la realidad; entonces, debe recurrir al testimonio autorizado de testigos presenciales o de personas que se han ganado la credibilidad de la gente, y por medio de sus palabras nos enteramos de esos trozos de realidad que no conocemos.

Una tarde de abril de 1993, en la UCA se desarrolló una actividad que nos acercó a esa realidad no vivida por nosotros, pero que era importante conocer.

Los testigos eran de primer orden: campesinos que generosamente habían dejado sus ocupaciones para que escucháramos sus palabras sobre la realidad que vivieron.

Eran las cinco y media de la tarde y una luz dorada teñía el campus de la universidad. Los chillidos de los pericos, que pasaban en bandadas sobre nuestras cabezas, nos ubicaban en San Salvador. En la entrada del auditorio, una serie de fotografías con sus respectivas explicaciones nos transportaban al tiempo y al lugar en el que el Ejército salvadoreño perpetró las masacres del río La Joya, de El Mozote, del río Gualsinga, del Sumpul, de la Guinda de Mayo… Eran fotografías impactantes, pruebas auténticas del genocidio al que fue sometido el pueblo salvadoreño.

El auditorio estaba lleno. Las primeras filas estaban ocupadas por esos campesinos, testigos auténticos, sobrevivientes de las masacres, que habían venido para contarnos su experiencia, su calvario. Mujeres vestidas con brillantes colores amamantaban a sus niños para que no lloraran. Los hombres con sombreros de petate y, en los hombros, la infaltable cebadera, habían llegado como son: sencillos, a contarnos la verdad de su experiencia.

Campesinos testigos de masacres a población civil durante el conflicto armado se presentaron a la UCA para brindar su testimonio.

El primer orador de la tarde fue el padre Jon Sobrino, quien ubicó la actividad dentro del marco evangélico. Luego empezaron a hablar los testigos de las masacres. Fueron presentados por el padre Jon Cortina, su pastor, quien los había acompañado en estos años de dolor, persecución y esperanza, compartiendo con ellos el peligro de la guerra, la impotencia y el dolor ante las muertes injustas, la sal de sus lágrimas y su mísero pan.

Después se levantó don Pedro, testigo de las masacres del río La Joya y del Mozote, en Morazán, quien dijo lo siguiente:

«Yo soy un sobreviviente de la masacre del río La Joya. Cuando vinieron los soldados, nos “juimos” huyendo al monte con los niños bajo el brazo. Sufrimos el mortereo de los helicópteros. Yo le dije a mi esposa que nos escondiéramos en una cueva, por el río, pero ella no se quiso ir conmigo. Nos despedimos y le dije: “Primero Dios que nos podamos volver a ver. Que Dios te socorra y que la Virgen Santísima te ayude”.

El 12 de diciembre [de 1981], como a las seis de la tarde, salí de la cueva. Solo miraba los tizones de las casas que se estaban quemando. Llegó un mi hijo y un hermano, que me dijo: “Hermano, salite de allí, de esa cueva. Ya a la gente la mataron todita, la gente está muerta. Yo le dije: “Y mi esposa, ¿no sabés cómo está?”. “Ella se ‘jue’ al caserío El Rincón. Se ‘jue’ para allá”.

Yo salí para el caserío El Rincón, pero la gente ya estaba bien muerta. Por veintes los habían matado. Hacían grupos de veinte y los iban matando. Eso “jue” lo que pasó en La Joya, “jue” cruelmente eso. Allí perdí a mi esposa y a mis hijos.

Como a los 11 días yo salí, y me encontré con una sobreviviente del Mozote. Se acababan de ir los soldados, y lo que encontramos “jue” a toda la gente muerta por los batallones. Yo todavía reconocí a algunos que no se los habían acabado de comer los zopilotes; la demás gente ya estaba descuartizada. Entonces nos pusimos a enterrar gente. Ahí habían unos letreros que habían dejado en las casas que decían: “Por aquí pasó el Batallón Atlacatl asesinando guerrilleros”.  Y eso no era cierto, porque eran niños, mujeres y ancianos. Eran gente pobladora, gente pobre, gente campesina, gente que no supo por qué moría.

Esto es el relato que yo les puedo contar de lo que vi. ¡Gracias a Dios estoy viviendo porque, en realidad, Dios me ayudó, me dio ideas cómo defenderme, y eso “jue” lo que pasó».

«Lo que encontramos “jue” a toda la gente muerta por los batallones. Yo todavía reconocí a algunos que no se los habían acabado de comer los zopilotes». Sobreviviente. 

Rosaura, sobreviviente de la masacre del río Gualsinga, en Chalatenango, en donde perdieron la vida al menos sesenta personas, narró su experiencia:

«Yo me encontraba en el caserío El Tamarindo. Entonces ese día oímos mortereo donde venía el Atlacatl, por eso tuvimos que salir a huir, y llegamos todos a las orillas del río Gualsinga. Un helicóptero volaba bajito sobre los árboles donde “jue” un momento de angustia y desesperación, de lágrimas, de llanto de ancianos y niños. Cuando yo quise correr, me dispararon a los pies y me dijeron: “Alto ‘ai’, no te movás, estás rodeada, regresá”. Me regresé donde estaba la mayor parte de la gente llorando. Ahí vi que por todos lados de los montes había soldados. “No te vayás a correr, porque una ráfaga te va caer”. Yo no hice caso de eso y con mis dos hijos me corrí y me “jui” a enacharralar en un matocho, y allí pasé una gran balacera que hubo, donde yo, sorprendida, decía: “Dios mío, ¿qué habrá pasado? ¿Habrán matado a toda esa gente?”. Allí pasé aguantando agua cuatro días, porque día y noche estaba lloviendo. Allí, sin comer ni nada.

A los cuatro días salimos y a cada momento nos desmayábamos y caíamos; al rato nos levantábamos y seguíamos caminando, donde me encontré con una gran “barbaridá” de muertos, donde había mujeres, niños, ancianos, destrozados por los zopilotes. Yo no hallaba por dónde pasar allí, porque solo me paraba en muertos y el gran montón de zopilotes que se los comían. Para mí “jue” una gran impresión. Habían como 70 muertos; una gran impresión que sentí. ¡Qué impacto, tanto niño y ancianos muertos, las mujeres con los niños en los brazos! Yo le doy gracias a Dios, pues, que pude defenderme en ese matocho, y estando allí, como veinte minutos después de la balacera, que se quedó bien silencio. Yo oía cómo se silbaban los soldados, unos al lado de arriba, otros al lado de abajo, y donde iban con los machetes “chapiando”, y llegaron bien cerquita, como a cuatro metros de los dos lados, de arriba y de abajo, a “onde” yo estaba. Iban cortando los matochos y matando la gente que encontraban».

Luego habló la niña Rudecinda, sobreviviente de la masacre del río Sumpul, también en Chalatenango. Ella contó que cuando se dieron cuenta de que venían los soldados, salieron corriendo, y como los soldados venían detrás, cuando acordaron, estaban a la orilla del río Sumpul (el Ejército salvadoreño llamaba a este tipo de operaciones de yunque y martillo: el Ejército hondureño, apostado al otro lado del Sumpul, era el yunque, y el martillo lo formaba el Ejército salvadoreño. Lo que quedaba en medio eran los campesinos, que casi nunca sobrevivían a este tipo de operaciones). Al otro lado del río, estaba el Ejército hondureño. Era casi imposible que se salvaran. Ella contó que los soldados los obligaron a entrar en el río, que estaba crecido. Allí se ahogaron su hija, que estaba embarazada de siete meses, su nietecita de tres años y su cuñado. A Rudecinda la arrastró el río varios kilómetros abajo. No sabe quién la sacó. Solo sabe que se salvó por milagro de Dios.

Los soldados les arrancaron a los niños de los brazos y se los llevaron en el helicóptero. No han vuelto a saber de ellos desde esa fecha.

Hubo otros testigos que contaron experiencias de la Guinda de Mayo, en Chalatenango. Al final, tres mujeres se levantaron y dijeron que querían hablar. Contaron que los soldados les arrancaron a los niños de los brazos y se los llevaron en el helicóptero. No han vuelto a saber de sus hijos desde esa fecha, y dijeron: «Ni perdonamos ni olvidamos. Queremos que nos devuelvan a nuestros hijos». Este acto de inaudita crueldad fue frecuente durante la guerra. No se sabe qué hicieron con los niños. Creo que todos los que estábamos en el auditorio nos solidarizamos con esas mujeres y compartimos su dolor de madres angustiadas.

Por último habló María Julia Hernández, mujer valiente que en ese momento dirigía el Socorro Jurídico del Arzobispado, aun con peligro de su vida. Ella nos habló del caso de los asesinatos de Nueva Trinidad perpetrados por integrantes del FMLN. María Julia también explicó que esos muertos eran Defensas Civiles, uno los cuerpos represivos paramilitares, que se habían atrincherado en sus casas con sus familias y que murieron en ese ataque del FMLN hacia ellos.

Un gran silencio envolvió a la audiencia, un silencio preñado de sentimientos, de preguntas y de lágrimas. En el fondo de nuestros corazones escuchábamos: «Ellos son tus hermanos, ¿qué hiciste tú para ayudarlos?». Bien lo sabía el padre Ellacuría cuando decía: «En El Salvador, la única subversiva es la realidad».

* Escritora salvadoreña autora de los libros Dichos y diretes, El samovar de plata y ¿te acordás, Alfonso?, Los ecos del silencio.

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