Memoria

Ilustración: Luis Galdámez

Los ecos del silencio

Ana del Carmen Álvarez publicó, en 2023, una colección de testimonios de hechos de violencia de los que fue testigo durante el conflicto armado en El Salvador. Algunos le sucedieron a ella y, otros, se los confiaron las personas a quienes les sucedió o alguien cercano a ellas. Con el aval de la autora, publicamos el siguiente testimonio.

Ana del Carmen Álvarez *

Marzo 22, 2024

La historia de don Mardoqueo y el policía vengativo

Don Mardoqueo, Mardo para sus amigos, era el chofer que hacía los mandados de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). En 1982 había una oficina de correos en la colonia Flor Blanca, al sur del Monumento al Divino Salvador del Mundo. Ahí tenía la UCA su apartado postal.

Esa mañana amaneció con un espléndido cielo de verano; abigarradas nubes que parecían ovejitas pastaban en el azul del firmamento. Nada indicaba que El Salvador se desangraba en una guerra fratricida.

Don Mardo se estacionó enfrente de la oficina de correos, y detrás de él se ubicó una patrulla de la Policía Nacional. Cuando don Mardo salió con la bolsa de la correspondencia, un policía se la arrebató y la vació en el asiento del vehículo de la universidad. Otro policía apartó violentamente del lugar a don Mardo. Los agentes examinaron el contenido de la bolsa y encontraron unas cartas que venían de Nicaragua y una de Cuba.

—Aquí está la prueba de que vos y los curas de la UCA son unos grandes comunistas —le dijo un policía. —Ya vas a ver lo que te va a pasar. Metete al vehículo y acostate en el piso. Yo voy a manejar esta babosada y vos —se dirigió a su compañero—, manejás la patrulla de nosotros y nos vamos a entregar a este comunista a mi coronel.

Arrancaron los vehículos y se fueron hacia la Policía. Mientras esto sucedía, un ordenanza de la UCA que andaba en moto haciendo mandados vio lo que le sucedió a don Mardo y siguió a los dos vehículos. Cuando observó que la patrulla y el carro de la UCA entraron al edificio de la Policía, se fue a la universidad a informar a las autoridades lo que le estaba ocurriendo a don Mardo. Los padres inmediatamente empezaron a hacer gestiones ante militares conocidos y ante organizaciones de defensa de los derechos humanos. Al principio, los militares negaron que hubieran detenido al chofer de la universidad. Alegaron que los dirigentes de la institución educativa tenían información equivocada. Al día siguiente, por fin, aceptaron que tenían a don Mardo detenido en la Policía.

«Vos de verdad que sos bruto. Nosotros no estamos para proteger a nadie, sino para apresar, torturar y matar a comunistas como ustedes», le dijo el policía a don Mardo. 

Mientras tanto, el chofer fue llevado a los calabozos que estaban en lo profundo de la Policía Nacional. Ahí lo interrogaron. Don Mardo se mostró calmado y tranquilo. El que hacía el interrogatorio le preguntó: 

—¿Qué no tenés miedo?

—No, porque ustedes están para proteger a los ciudadanos, así que, ¿por qué voy a tener miedo? —le respondió sin dudar. 

—Vos de verdad que sos bruto. Nosotros no estamos para proteger a nadie, sino para apresar, torturar y matar a comunistas como ustedes. 

—Pero yo no soy comunista, así que no tengo nada que temer —le respondió don Mardo. 

—Todos en la UCA son comunistas. Ahora vos nos vas a decir dónde viven esos hijos de puta de los profesores de la universidad.

—Pero yo no conozco a los profesores, así que no les puedo decir dónde viven. 

—Te vamos a dar una oportunidad si colaborás con nosotros. Vas a ir en un carro sin distintivos de la Policía, acompañado de varios agentes a dar vueltas por varias colonias de la capital para que se te refresque la memoria y nos digás dónde viven esos hijos de puta que están envenenando la mente de los jóvenes que estudian allí.

Empujaron violentamente a don Mardo, lo metieron en un carro y se dirigieron a las colonias Las Mercedes, Jardines de Guadalupe, La Sultana y San Mateo. Don Mardo no les pudo decir nada porque no conocía ni a los profesores ni dónde vivían. Los policías regresaron enfurecidos y le dieron una gran paliza. Después de despojarlo de su ropa y dejarlo solo en calzoncillos, el policía que lo había apresado en el correo lo llevó donde estaba un pick-up. En la cama del vehículo había quince personas acostadas con las manos amarradas a la espalda. «Así como amarran a los garrobos que llevan a vender al mercado», pensó don Mardo. El policía le dijo: 

—No va a pasar esta noche sin que te matemos como a esos que están en el pick-up

Como don Mardo tenía las manos amarradas en la espalda, al policía se le hacía difícil meterlo en el vehículo sin ayuda; así que esperó a que pasara otro agente para que lo ayudara. 

—Echame una manita para meter a este baboso al pick-up —le dijo. 

El otro policía se detuvo, contó a los que tenían amarrados y le contestó.

—Allí en el vehículo hay 15 amarrados. La orden de hoy en la noche es matar a 15 subversivos. Yo no me quiero meter en líos.

—¿Qué más le da al jefazo que sean 15 o 16? Ni cuenta se va a dar.

—No, mirá, la orden es de 15. Yo no me quiero meter en líos, así que salú —y se fue de prisa por donde había venido.

«Mirá, hijo de puta, por esta noche te salvaste, pero mañana será tu día de suerte, porque te vas a ir a juntar con Papá Chus. De mañana en la noche no pasás». Le dijo el policía a don Mardo. 

El policía que quería matar a don Mardo esperó otra oportunidad, antes de que el pick-up se fuera a cumplir la tétrica tarea de esa noche. Después apareció otro policía que venía leyendo un papel con una lamparita en la mano.

—Hey, vos —le dijo—, ayudame a echar a este maje a la cama del pick-up.

—No puedo, porque mi coronel me ha mandado a llamar con urgencia para que le lleve este papel.

El verdugo, enfurecido, le dijo a don Mardo: 

—Mirá, hijo de puta, por esta noche te salvaste, pero mañana será tu día de suerte, porque te vas a ir a juntar con Papá Chus. De mañana en la noche no pasás.

Don Mardo estaba medio muerto del miedo, pero estuvo rezando con fervor, pidiéndole al Divino Salvador del Mundo que lo salvara del peligro en que estaba metido. Cuando le dieron otro día de vida, una chispita de esperanza se encendió en su corazón. Lo metieron de nuevo en la bartolina y ahí se quedó rezando para que ocurriera un milagro.

A la mañana siguiente lo cambiaron a unas celdas ubicadas en el primer piso. Estas estaban limpias, tenían un catre decente, un orinal y un guacal con agua para el aseo. «Hasta tienen jabón de olor», se fijó don Mardo. En estas celdas colocaban a los presos cuando las organizaciones encargadas de proteger los derechos humanos de los allí detenidos llegaban a hacer inspección. Lo que esas organizaciones no sabían era que en los sótanos de la Policía estaban las bartolinas y la sala de torturas.

Como a las diez de la mañana lo llevaron a la oficina del coronel que era el director de la Policía, a quien apodaban Pupusita. Allí encontró don Mardo al padre Estrada, al padre Martín-Baró y al ingeniero Martínez.

El director de la Policía les dijo a los visitantes: 

—Aquí tienen a su empleado. Como observarán, no tiene ningún golpe, porque aquí tratamos bien a la gente.

Cuando don Mardo abrazó a uno de los padres para saludarlo, le susurró al oído: «Eso es mentira, padre. Viera la gran vergueada que me han dado».

«Si usted quiere un culpable, yo me ofrezco para quedarme preso, porque las cartas eran para nosotros, pero deje libre a don Mardo y que se vaya hoy para su casa», le dijo uno de los padres al jefe de la policía. 

Uno de los sacerdotes se dirigió al coronel Pupusita para reclamarle lo sucedido: 

—Mire, esto que han hecho es una injusticia, porque don Mardo solo estaba recogiendo la correspondencia, las cartas no eran para él. Además, yo no sabía que recibir cartas de Nicaragua o de Cuba fuera un delito. Nosotros tenemos una universidad y un colegio en Managua, y en La Habana tenemos a nuestro cargo una parroquia, así que no es extraño que mantengamos correspondencia con los jesuitas que se encuentran en esos lugares. Si usted quiere un culpable, yo me ofrezco para quedarme preso, porque las cartas eran para nosotros, pero deje libre a don Mardo y que se vaya hoy para su casa.

—Sería bueno que se quedara usted, padre, para que compruebe cómo tratamos de bien a los presos —le respondió el coronel—. Eso que dicen de que los torturamos es otra de las mentiras que se inventan para desprestigiarnos. Nosotros estamos aquí para defender a la patria de todos los peligros, y en este momento, el peor peligro son los comunistas. Su empleado no se puede ir con ustedes ahora porque hay que hacer un papeleo para liberarlo, pero mañana se lo entregamos.

Al oír esto, don Mardo se sintió desfallecer, pero no podía demostrarlo. Le dio terror pensar que pasaría otra noche en la Policía y que su verdugo, aquel que había jurado matarlo, cumpliría su promesa.

Esa noche, llegó el verdugo a visitar a don Mardo en su celda y le dijo: 

—No sé qué santo te hizo el milagro porque ya no te puedo matar, pues ya te vieron tus jefes, esos curas comunistas de la UCA. Pero una cosa te digo: te voy a llevar a la sala de torturas para que oigás lo que te va a pasar si seguís trabajando con esos curas.

Acto seguido, lo vendó y lo llevó a una sala en lo más profundo del sótano. Allí, don Mardo escuchó gritos de dolor, gemidos, imprecaciones, oraciones a Jesús y a la Virgen en las que pedían ayuda, maldiciones y otros diálogos. Era penetrante el hedor de la orina y las heces fecales que los torturados expelían al aplicarles el tormento. Otros pedían la muerte para acabar con sus sufrimientos. Era un horror hecho realidad.

Al día siguiente llegaron los padres de la UCA a recoger a don Mardo. Lo llevaron a la universidad y lo hospedaron en la casa de los profesores visitantes para protegerlo. Después de unas semanas, don Mardo dejó ese trabajo debido al miedo de que su verdugo lo encontrara y cumpliera su promesa de matarlo.

* Escritora salvadoreña autora de los libros Dichos y diretes, El samovar de plata, ¿Te acordás, Alfonso? y Los ecos del silencio. En proceso de publicación la novela El club de las de ochenta y plus.
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