Letras

Ilustración: Luis Galdámez

José Arturo Monroy

(Guatemala, 1995) Miembro del Atheneo de América. Cofundador del Taller de Poesía Castalia. Estudió Bachillerato en Diseño Gráfico en la Escuela de Ingeniería y Arquitectura Guatemala, Guitarra Clásica en el Conservatorio de Música Germán Alcántara y el Profesorado en Lengua y Literatura en la Universidad de San Carlos (USAC). Actualmente cursa la Licenciatura en Letras. Sus poemarios Exposición a corazón abierto (2018) y Sueño de amor interrumpido (2019) fueron premiados por la Editorial Universitaria y por la Facultad de Humanidades de la USAC.

Diciembre 16, 2022

Reseña

Dorsal, aproximación no adulatoria a la poética de Nadia López García

¿Cómo abordar una obra poética sin los excesos técnicos de la crítica académica?, ¿cómo desarmarla y apreciar cada pieza de interés sin abusar de un lirismo en apariencia fértil? Tales fueron las dudas que me cercaron cuando terminé la lectura de Dorsal (2022), libro ganador del XVI Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón (2021). 

Entre el filo y la solidez de una y otra interrogante, y buscando respuestas acerca de la Poesía y su apreciación, me encuentro con una frase esclarecedora de Rilke –que no termino de compartir–: «Las obras de arte son de una infinita soledad, y con nada se pueden alcanzar menos que con la crítica». Estas palabras hicieron ruido en mí. Al instante, esbocé mentalmente una respuesta en favor de la crítica y la utilidad que tiene para separar tesoros de productos genéricos y amorfos… Sin embargo, Rilke añade más adelante: «Dese siempre la razón a usted mismo y a su sentir, contra todas esas estipulaciones, disquisiciones e introducciones: aunque no tenga razón, el natural crecimiento de su vida interior le llevará, despacio y con el tiempo, a otros reconocimientos» y, más adelante, agrega que la paciencia lo es todo cuando se pretende aproximarse a una obra de arte. Rilke dirige estas frases a un joven aspirante a poeta de principios del siglo pasado; pero, como aspirantes a poetas o lectores curiosos, podemos valernos de sus ideas. Camila Henríquez Ureña, en su Invitación a la lectura (1985), propone algo similar: apreciar la obra de buenas a primeras, procurando no hacer ningún juicio, sino experimentarla desde la novedad y el asombro para “recrear el espíritu” y, luego, analizarla detalle a detalle. Ambos coinciden en algo: el primer contacto con la obra no debe pretender una comprensión, sino una experiencia. Posteriormente, la razón asocia, contrasta, juzga y, cada quien, de acuerdo con su cultura y dominio de la teoría, puede sacar sus propias conclusiones. Tal fue la aproximación que procuré con este libro, que sometí al asombro del primer contacto y, luego, a un análisis más teórico.

Partiendo de mis primeras impresiones, me llamó la atención que la obra se enmarca dentro de un estilo discursivo que abunda hoy: un tono “familiar” —por ratos coloquial— dirigido a una segunda persona, y cuyo diálogo “escuchamos” a hurtadillas. En algún punto del texto, la comunicación se dirige a una segunda persona ausente: Vicente, protagonista y víctima de la tragedia en primer grado. El poemario relata la historia/tragedia de una familia mexicana —podría ser cualquier familia latinoamericana— disfuncional: un padre violento, una madre enferma que comienza a olvidar, y dos hermanos: Apolinar, quien se siente mujer, y Vicente, su hermano mayor, cuyo asesinato desencadena las inquietudes –y, por ende, la “sinfonía” inconclusa– de la voz narradora: Apolinar o Estrella. ¿Por qué sinfonía inconclusa? López divide el poemario en dos “movimientos”, la obra ofrece lo que podría interpretarse como un final “abierto” y las sinfonías constan de tres movimientos como mínimo. Esta es otra característica a destacar: la naturaleza musical del texto, que a su vez sería uno de sus puntos más cuestionables. Entrando en el terreno del tecnicismo, es una fusión llamativa entre verso polimétrico –mal llamado verso “libre”– y prosa: esto indica que la autora trató de imprimir un ritmo más “personal” e íntimo a su obra. Dicho intento brilla en ciertos pasajes donde la musicalidad resulta encantadora, como la del siguiente estribillo: «Sabes, yo sueño muchas cosas». La reiteración de estas palabras le dan el carácter onírico que busca. Pese a ello, es imposible no abstraerse del texto frente a ciertos pasajes que resultan cacofónicos por el descuido de las rimas asonantes: «(…) a veces son recuerdos hechos sueños,/ otras sueños hechos recuerdos» o: «A veces no sé si es un sueño/ o es un recuerdo, o es/ un recuerdo dentro de un sueño», é-o, é-o, é-o, etc., etc., etc. Bueno, no habrá quien diga que dicha repetición de sonidos es favorable, pues bien pueden inducir al sueño del lector. ¡El lirismo y la subjetividad prescinden de reglas!

Otras honduras que quiero destacar de Dorsal son las siguientes: las reminiscencias y alusiones a la Tradición Clásica, la inversión de ciertos símbolos –como el pájaro azul–, y el predominio de un campo semántico (y simbólico) acuático y/o marino. El mar aparece con toda su contradicción y se devanea como símbolo generador de vida y dador de muerte; y, finalmente, el más importante: el hipocampo o caballito de mar, símbolo dual que anexa la transformación de Apolinar-Estrella y el proceso degenerativo de la madre: los ejes o motores que ponen en movimiento el andamiaje lírico. Estos elementos abren la puerta a una serie de interrogaciones filosóficas –y pseudofilosóficas– al respecto del ser, la existencia y los efectos del tiempo sobre lo físico y lo metafísico. El cuestionamiento al respecto de la identidad, la frontera entre el sueño y el recuerdo, y las similitudes y distinciones entre el sueño y la muerte son otras aristas que nos orientan a exploraciones y cuestionamientos más trascendentales.

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