Letras

Ilustración: Luis Galdámez

Miguel Antonio Guevara

(1986). Novelista y ensayista venezolano. Sociólogo, Magíster en Filosofía. VIII Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas por el libro It’s A Selfie World (Monte Ávila Editores Latinoamericana). Su novela Mahmud Darwish anda en metro (El Taller Blanco Ediciones) recibió el VI Premio Nacional de Literatura Alfredo Armas Alfonzo.
Octubre 21, 2022
Cruzar al Otro Lado *
Fragmento de la novela Los pájaros prisioneros solo comen alpiste que el novelista y ensayista venezolano Miguel Antonio Guevara publicó con LP5 Editora en el año 2020.

Es la historia de un personaje cuyo destino se altera
en cada nueva línea que conoce el lector.

JOSÉ BALZA

Mi nombre es Crisanto Mederos y estoy por cruzar el Puente Internacional hacia el Otro Lado. Bajo un árbol, a pocos metros del sellado de pasaportes, con la poca señal que me queda en el celular, leo las últimas publicaciones de una discusión que lleva varios días. Un debate estúpido sobre una ciudad que parece haber muerto.

Para alguien como yo llegar al Otro Lado no es tan difícil. Lo complicado es dar con el dinero en efectivo. Puedes tenerlo en el banco, pero conseguirlo en cash es complicado. Antes podías comprarlo por un valor que duplica lo que uno necesita. Ya no puede hacerse porque está prohibido. Algunas personas me aseguran que todavía venden el efectivo, pero no he logrado dar con alguien que lo haga, al parecer es entre comerciantes y transportistas.
La última vez que viajé en el interior del país lo hice con 20 dólares. Pude moverme sin problemas, hasta el cambio me lo daban en moneda local. Así descubrí la mejor forma de conseguir efectivo. De esa manera pude llegar a la frontera. Los últimos días fueron extenuantes, cuando al fin pensaba que iba a vivir una vida campestre junto a mi pareja, ella me dio una noticia inesperada:

–Me voy a Malta, mis padres me han inscrito en un curso de inglés.

–¡Pero si tú ya sabes hablar inglés mejor que cualquier nativo!, respondí.

Ella me dijo que era una manera de emigrar y conseguir trabajo en otro lugar. Las cosas en nuestro mundo estaban cada vez peores y en ese momento parecía que no había más alternativa que irse.

En teoría el plan era sencillo. Ella se iba adelante y hacía camino para los dos. Yo veía cómo juntaba dinero y me iba con ella. Algo muy difícil porque ahorrar era imposible en ese momento. Debía irme para algún país cercano en donde la moneda al menos valiera más para poder comprar el pasaje y pagar el curso de inglés. Necesitaba 5 mil dólares imposibles.

Para ella todo siempre sonaba fácil. Cuando uno ha tenido todo en la vida tiende a pensar de esa manera, es inevitable e incluso entendible. En mi país ya no podía trabajar. Los sueldos no alcanzaban para nada. Ni freelancear por Internet era posible, pero a eso me dedicaba. Los apagones eran incesantes y no había certeza de cuándo se iría la luz, simplemente pasaba.

Atravesé más de cuatro departamentos del país en tres días, que como respectivos escalones de una escalera que no estaba en mis planes recorrer, me hicieron llegar al punto crucial en donde se podía prácticamente leer el anuncio “El Otro Lado”. Lo irónico es que apenas meses antes no pensaba moverme de donde estaba. Aunque todo estuviese hecho mierda me sentía bien en mi lugar. Solo decidí irme por Valeria. Esa es la verdad.

Es un absurdo la ilusión del cruce de fronteras. Cruzas unos cuantos metros y un montón de cosas anuncian que estás en otro lugar. La forma de hablar. El acento del Otro Lado. Un nuevo ecosistema de refrescos, marcas y señales publicitarias gritan que has llegado a un sitio distinto del que vienes.

Mucha gente a mi alrededor se ofrece, por algo de dinero, a cargarme la maleta hasta donde vaya. Cargaba demasiadas cosas y no tuve otra opción. Dos muchachos me “ayudaron” hasta que pude cambiar dólares; la joven de la casa de cambio me decía en voz baja “tenga cuidado con esos tipos que cargan las maletas porque son unos malportados”. La paranoia de la gente de este lado con la del Otro Lado no es nada nueva. Desde que tengo memoria he sido educado para odiarlos. Un asunto un poco absurdo porque siempre han estado allí. Mis mejores amigos de la infancia eran del Otro Lado y supongo que yo también llegué a ser su mejor amigo, la verdad es que uno sabía que eran del Otro Lado con papeles “nuestros” a punta de sobornos a funcionarios corruptos, así eran y han sido las cosas. Es por ello que hay millones de personas del Otro Lado en este lado y no hay problema. Son parte del paisaje como cualquier otra cosa.

No me pasó nada. Los muchachos incluso me cobraron menos de lo que imaginaba. Después me enteré que esa cantidad no alcanzaba ni para un almuerzo.

Era muy fácil lo que debía hacer. Tomar un taxi que me llevara hasta el terminal de autobuses y esperar para ir hacia la capital del Otro Lado. Allá me estaba esperando mi primo que tenía un par de años viviendo en ese lugar. Siempre me alegró que se haya ido del país, no tanto porque estaba de moda emigrar, sino porque nunca había salido de casa. En algún momento no le dijo nada a nadie y se fue, así, sin más, como reclamando una independencia tardía pero efectiva. Ahora estaba en algún barrio del sur de la ciudad dedicándose a asuntos diversos. Matar tigres tocando en grupos de música bailable, haciendo de doble en televisión nacional, tomando fotos para subirlas a las redes sociales, componiendo canciones a malazos artistas de música urbana, y por supuesto el infaltable oficio de servir tragos los fines de semana.

El taxista me dijo no más al montarme que me portara bien. Que en su país a la gente que se portaba mal le cortaban la cabeza. Que la frontera estaba repleta de fosas comunes de gente mala del Otro Lado. Yo no sabía qué decirle. Parecía una película repetida. Lo escuché atento mientras veíamos a otros “compatriotas” a pie en la orilla del camino, van al otro lado del Otro Lado, se tardan como 8 o 9 días caminando, comentó, algunos se mueren de frío en el páramo, repetía cada vez que veía a través del vidrio del auto alguno de los desgraciados. Supongo que los que hacen eso serán los paisanos que se encuentran en situaciones muy difíciles, porque algunos llevaban hasta bolsas de plástico en vez de equipaje. Para mí era algo incomprensible, porque a pesar de lo mal o complicadas que estuviesen las cosas no lo estaban tanto como para someterse a un castigo tal.

En el terminal de pasajeros, y con boleto en mano hacia la capital, tuve tiempo de pensar en no portarme mal para que mi cabecita se quedara en su lugar, en medio de mis hombros haciendo equilibrio para estar bien sano, sanito para ponerme a chambear en lo que fuera e irme detrás de Valeria. No soportaba la idea de verla en alguna academia de danza en la Malta contemporánea con un español o brasileño acechándola por ser la única latina de la zona. Casi podía imaginarme a los tipos con un bronceado mediterráneo preguntando Do you speak english? Así de mal estaba, buscando la aprobación de una mujer que en la situación más difícil, y sin pensarlo demasiado, me había abandonado en la primera oportunidad; como alguien que en medio de un naufragio se toma el bote de emergencias para sí, sin pensar en que te dejará atrás con el agua al cuello. Así estaba yo, el despechado Crisanto, con una misión tan difusa como el porvenir de mi país.

Fue gracias al todopoderoso Internet que descubrí el círculo de lectura. Recibí un mensaje de Saturia Méndez recomendándolo, pero nunca precisó en dónde quedaba. Estaba recién llegado a la ciudad después de haber vivido meses en una zona rural de mi país. Estuve leyendo y haciendo apuntes, sobre todo dando vueltas y rumiando sobre ese tema que llevaba por título “Irme del país”. Todavía me cuesta decir eso de “Irme del país” porque siento que no me pega. De verdad que no va conmigo.

La situación empeoraba porque ningún contexto ayudaba en lo absoluto. Todo era demasiado asqueroso. Demasiado victimismo para mi gusto. Aunque todavía no puedo quitarme de la cabeza una ridiculez que vi en las redes sociales “Migrar es un derecho”, “El derecho a emigrar” o algo así. ¿A quién se le ocurre que irse de la casa para despedirse de la familia y de todo lo que te ancla a la vida pueda ser un derecho?

Uno se va sin querer irse. La situación se pone más complicada cuando ninguno de los argumentos te convence. No podemos vivir de repartir culpas, pero pareciera que el resentimiento necesita un receptor para no tragárnoslo entero, ¡alguien debe tener la culpa!
Se suponía que la vida era perfecta, solo había que seguir los pasitos. Ya habíamos ido a la universidad, teníamos un pequeño nombre en nuestro mundo, y un trabajo que con sus infaltables defectos podía llevarse a cabo con paciencia toda la vida. Pero no, la realidad se empeñaba en que no fuese así.

La situación es otra. Estoy de paso en un país al que me enseñaron a temerle desde pequeño. Porque es la verdad. No me creo esa llorantina existencial que reza que somos los mas chéveres. Nunca me creí el cuento de los otros como los más arrogantes del continente, no, siempre fuimos nosotros los odiosos, los del petróleo, de las playas, de las misses, el jodido y contradictorio hedonismo caribe. Entonces podrán imaginarse mi cara en el Otro Lado después que crecí con mi abuela diciéndome: ya sabes, ni negras ni extranjeras me traerás a la casa.

Cuando partimos sin retorno las maletas también van llenas de miedos y prejuicios. Es más difícil lidiar con lo segundo que con lo primero.

Esto que se supone debería ser una especie de reflexión sobre el deseo de emigrar es más otra cosa, es recordar que hasta los que fuimos criados en la progresía pura somos un montón de conservadores agazapados.

La realidad real, la verdad verdadera es que es el bendito drama tercermundista. Cada quien tiene su tropel de muertos que cargar, y por supuesto sus propios chivos expiatorios. Que si

los héroes patrios o el rosario de prejuicios nacidos de la ignorancia, porque esta última es el mejor combustible para mantener a milicos y populistas.

No me estoy yendo por las ramas. Para continuar con lo que estoy diciendo es necesario rellenar esto como si fuese un malazo formulario del seguro social. Vaya, “El deseo de emigrar”, podría repetirlo mil veces: joder, no es un deseo y mucho menos un derecho.

Lo malo de estar en estas situaciones es la generalidad que te envuelve, meterte en el mismo saco porque eres el otro, el extranjero, ¡ahora no son los otros, el otro ahora eres tú! Entonces cuando interactúa contigo el que te recibe no deja de pensar en ti como el “pobrecito” te persigue la subestimación constante porque “vienes de la hambruna”. Ya he perdido la cuenta de todas las veces que me han ofrecido regalarme un electrodoméstico, como si es que este dilema existencial se va a resolver al calmar algún tipo de analfabetismo tecnológico. Nosotros no necesitamos lástima de nadie, sino que nos dejen pasar sin preguntar demasiado, sin que estén opinando o poniéndose de nuestra parte y convirtiéndose de inmediato en enemigos del sistema, no señores, la cosa no es así ni es tan sencilla.

Hagamos lo siguiente. Como ya les recordé que es el drama tercermundista, no me vengan a hablar de mis muertos porque ustedes tienen los suyos, cada quien con su paja y su viga en los ojos propios.

No, que no soy costeño, soy del Otro Lado. Pero hay algo mucho peor a que me confundan con mis hermanos caribeños: ver a mis compatriotas queriendo hablar con un nuevo acento, pasar desapercibidos mimetizándose, joder, qué vergüenza, ¡eso no se los enseñó nuestra escuela chovinista!

No abandonen todavía. Esta parte de la historia ya va a terminar. No es un chismografo o un registro de quejas, sino una parte fundamental de este cuerpo que pretendo mostrarles. Una partecita, una categoría que le da sentido a la totalidad, ese dios de la verdad de Hegel que todos llevamos dentro. Qué extraña la pretensión de ser únicos, totales, cuando no hay ley más universal que el nomadismo y el mestizaje.

Estas son algunas de las ideas que solían rondarme, cuando tenía uno que otro minuto conmigo mismo en el círculo de lectura. Ay, qué diría Saturia Méndez, probablemente diría que ella no me había influenciado así, además de mal apátrida, obseso y resentido.

¿Tú crees que volveremos a ser el gran país que fuimos? Preguntó un muchacho que acababa de conocer. Pensé un momento antes de responderle.

Hay compatriotas que al irse del país parecen haber metido de primero en sus maletas un disco de música popular. Nada más falso. La maleta es más importante que el resto de las cosas que podríamos meter en ella. La maleta es como una jaula para no dejar que algo se escape. Una anécdota, detalle antropológico: en las noches de fin de año los de mi gentilicio sacan a pasear una maleta porque dicen que les hará viajar en año nuevo. No me lo creerán, hasta los pasaportes se meten en el bolsillo y se atragantan con uvas pidiendo deseos. Estoy casi seguro que en este momento se cruzaron todos los deseos y todas las maletas y todos los viajes que no se habían cumplido. Todos en una sola generación. Creo que nadie precisó destino ni mucho menos cómo sería ese viaje.

Les decía lo de la maleta porque suele ser el símbolo de lo poco que pesa la vida, los recuerdos y las experiencias. “¿Esto es lo que pesa mi vida?, ¡qué poco!” ¿cuántas veces nos ha tocado decirlo? Pero no dejen que me ponga sentimental. Vine a decir lo que otros no admiten. No tenemos nada especial. Creo que ya se los dije, tenemos algo en común con todo el resto del tercer mundo: un drama interno lleno de contradicciones.

La maleta define mi hipótesis de lo que pasa en el país. Es un refrito la verdad, creo que lo leí de un dramaturgo. Se me adelantó. Somos una sociedad provisional, por no decir improvisada, un país simulado. Los migrantes, como buenos representantes de nuestro origen, somos la simulación de una simulación. Creemos que por copiar malamente uno que otro símbolo ya, listo, tenemos la receta para ser nacionalistas. Gorra con bandera, camiseta de la selección de fútbol, varias consignas, y para ganarse la vida un puesto de comida típica, “nuestra”.

La mejor manera de representar al país: un hotel que no pasó de allí. Primero fue un campamento y luego un hotel, El Gran Hotel de La Patria. Petróleo, paisajes y mujeres bellas. El petróleo serían los dólares, los paisajes el escenario y las mujeres bellas las damas de compañía. Simbólicamente lo tenemos todo para ser los huéspedes perfectos de ese Gran Hotel. Seguimos entonces con la hipótesis, un poco respondiendo la pregunta que me hizo el “compatriota”, creo que le dije:

—Fíjate. Lo que pensábamos que éramos no es lo que somos ni lo que fuimos. Hemos vivido una gran simulación gracias a populistas de todos los espectros políticos. Megalómanos y demagogos que ocuparon el espacio público y decían quiénes éramos. Todo ese cuento lo creímos, desde ese presidente del siglo XIX queriendo hacer el calco francés, hasta los fundadores de la democracia, entre los que había poetas e intelectuales de diferente calaña. Por eso es que nuestros políticos fueron y siguen siendo grandes cuentacuentos. Porque de hacer política a ficción solo hay un paso. Todos los políticos han sido grandes simuladores y reproductores del “Qué somos”, falsarios y prometedores de una Gran Nación. Todos han caído en ese pecado, desde la izquierda más izquierdista y la derecha más ambigua. Los únicos contemporáneos que fueron claros y se proclamaron abiertamente liberales no fueron escuchados por nadie.

En El Gran Hotel de La Patria queremos ser atendidos porque nos lo merecemos todo, aunque no hayamos trabajado para ello. Entonces, la respuesta es, ¿cómo vamos a volver a ser el país que fuimos si nunca hemos sido lo que pensábamos que éramos? Nunca hemos sido lo que creíamos ser. Aunque no podemos negar que los cuentos que lo soportan son espectaculares. La historia, los próceres, los héroes patrios. Cada nueva épica es más grande que la anterior. Otra cosa que tal vez señala nuestra verdadera naturaleza: contar cuentos, historias, inventar.

Es por eso que el país que seremos no está siquiera en el territorio, porque eso irá desapareciendo cada día que pasa en manos de mineros y trasnacionales chinas, rusas, canadienses o estadounidenses. Ese país será una invención más grande y verdadera, porque estará construido con el sufrimiento de los que han podido ver, los que no se han tragado el cuento de los abuelos de que “antes vivíamos mejor”.

No volveremos a ser los que fuimos porque nunca hemos sido. No tienes idea de cuantos mix de Youtube he visto de entrevistas a analistas políticos y económicos del siglo pasado, todos parecen hablar del mismo país en la misma situación y la misma época. Los videos de pleno siglo XXI son iguales, solo que ahora es más fácil tomar partido echándole la culpa al gobierno.

Decía que es más fácil tomar partido porque decidirse por algo es más fácil que ponerse en medio o cuestionarlo todo. Tomar lugar es más fácil que pensar y no tomar ningún lugar. Porque los lugares son cómodos y sean como sean tendrán la comodidad de poder ser habitados, de sentarnos a copiar las formas de pensar de otros y repetirlas. Es una cartilla, todos los lados, los partidos, las sectas, los grupillos y grupetes: todos tienen su manual para pensar.

En conclusión. No volveremos a ser porque no hemos sido. Ahora sí somos algo porque estamos desnudos y de ese algo debemos desentrañar lo que seremos. Tenemos la reunión de lugares comunes del totalitarismo democrático y de allí debería salir algo. De todas las diásporas han surgido cosas buenas, como la salsa, la comida árabe y asiática e incluso el cine, solo que todos han sido apaleados antes de construir.

El olor es lo que más me llamaba la atención en esa ciudad nueva. O mejor dicho, en esa ciudad en la que yo era nuevo. No era el olor a mango en los inviernos del llano o esa fragancia a sudor y humedad al divisar la costa, uno intuye la sal antes de llegar a la capital de mi país y su olor a verde y montaña del valle, pero esta ciudad que me recibe no huele a nada.

Hace diez años salí por primera vez y me di cuenta que los países tienen olor. En esa oportunidad era un intenso aroma a tabaco, desde que llegué hasta mi partida el tabaco estuvo en todos lados. No olvidaré los edificios antiguos, el sonido de los acordeones en una plaza cerca de un teatro de arquitectura barroca, cada detalle lo sentí aderezado con tabaco.

Volviendo a mi itinerario actual, ¿será que en todos lados no huele a nada? ¿Será solo en este barrio a donde llegué? La verdad es que no conocía más de la ciudad. Me daban mucha risa las peluquerías en donde era más caro el corte de cabello para los hombres que para las mujeres.

La opción para moverse aquí es en autobús, es terrible, no hay metro y el tráfico “hace perder unas doscientas horas al año al ciudadano promedio”. Recordé los autobuses de otra ciudad que visité en el pasado, en donde los asientos están divididos, la mitad del camión para hombres y la otra mitad para las mujeres.

Ese día decidí tomar un autobús y vi a un hombre parecido a Edward Said. Se me ocurrió un cuento donde el palestino anda en autobús. En ese momento la ciudad dejó de oler a nada y pasó a tener un olor a vagabundo. Venía de un hombre que estaba sentado a mi lado, no me percaté de que estaba allí ni cuándo subió.

Lo noté solo porque comenzó a preguntarme de dónde era, porque según él no tenía cara de ser de por ahí. Le dije que era del Otro Lado y me preguntó que si era de los buenos o de los malos. No me dejó responder. De inmediato me dijo que aquí no era como en mi país, que si agarraban a alguien robando o haciendo lo indebido no lo soltaban de una vez sino que mínimo le cortaban las manos, le quitaban la cabeza y le abrían la barriga para meterle la cabeza en las tripas cosiendo luego para dejarla adentro, que si tenía suerte lo enterraban allí mismo, o lo dejaban a la vista de la gente en algún lugar populoso para que todos lo pudieran ver cagados del susto.

No dije nada, solo escuché. Alcancé a recordar lo que me dijo un amigo alguna vez “esos tipos nacieron para matarse, eso es lo que quieren, por eso es que los tratados de paz son de un ratico, no tardan en querer matarse de nuevo, no se van a detener hasta que no se maten”.

No sé si será verdad lo que él dice, sólo puedo hablar de lo que he visto. Todos andan como en un monólogo permanente, pensé que hablaban solos, pero es el manos libres del celular, hablan y hablan pero no entre ellos sino con el auricular.

Las mujeres suelen andar llorando, “por favor no me dejes”, lo he escuchado más de una vez. Nunca había visto tanta gente llorar en la calle a lágrima viva. Y mucho menos tanta gente insultando en las noches. “Hiejueputa, hiejueputa, hijueputa”, suelo escuchar desde la ventana en la madrugada.

Me gusta andar bajo perfil. Cuando me preguntan que de dónde soy, y no tengo forma de huir a la pregunta, respondo de mala gana. Siempre preguntan que de qué vivo y cuando digo que soy bloguero no me creen o no me entienden. Así que en vez de comentarles la complejidad sociológica del asunto suelo responder que escribo sobre “estilos de vida contemporánea”.

“Ah, sobre modas”, es la respuesta más común, y bueno yo asiento como para no darle más vueltas al asunto y me dejen en paz. Creo que la generalidad esa de decir que soy de los buenos del Otro Lado es mejor como respuesta, pero me niego.

“Yo pensé que eras de aquí”, me dijo alguien en una reunión, con una entonación, así como si fuese algo bueno. Porque ya está naturalizado que si eres del Otro Lado estás mal. Cuesta un poco explicar que soy un ser humano más ensanguchao porque no soy de los buenos ni de los malos sino uno más, como les dije antes, en el lugar difícil, el que no toma partido, sino que prefiere otra cosa. Creo que alguna vez leí “cuando se trata de definir quienes son los buenos y los malos, los buenos siempre somos nosotros”.

Al bajarme del autobús camino por una calle conocida. No recuerdo su nombre, pero me es familiar. Roban a un muchacho a mi lado con un chuzo. “Es como en casa”, pienso. No dejo de estar en América Latina, el jodido tercer mundo.

Yo no sé si será verdad que estos tipos quieran matarse. Lo que sí sé es que el residente de esta ciudad tiene una amabilidad sospechosa. Como si cada quien estuviese obligado a sonreír para hacerse su pequeña fortuna, porque cómo trabajan dios mío, se esfuerzan demasiado, corren de un lado al otro, ofrecen productos. “Una economía viva”, dirían los más esperanzados; de lo que sí estoy seguro es que hay una tensa calma de cortina y en cualquier momento conservadores y liberales detonarán y esparcirán la pólvora que no podrán oler ninguno de los perros antiexplosivos que pululan por la ciudad.

* Para leer más sobre Los pájaros prisioneros solo comen alpiste (LP5 Editora, 2020): https://cuadernohipertextual.wordpress.com/2020/09/16/la-nueva-novela-de-miguel-antonio-guevara/

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