Letras
Ilustración: Luis Galdámez
(Elia, Cuba, 1968). Poeta, narrador y ensayista. Distinguido con múltiples reconocimientos entre ellos el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén. Textos suyos aparecen en antologías y revistas de más de veinte países de Europa, América y Australia. Entre sus libros publicados sobresalen Perros Ladrándole a Dios (1999, Premio a la mejor Ópera Prima del año en Cuba), Tren de Oriente (México, 2001), Los animales del cuerpo (2001), El boulevard de los Capuchinos (2003), Bala de Cañón (2006), Matando a los pieles rojas (2008), Los hijos del kamikaze (2008), Cuarteaduras (2013), Hablando mal de los otros (2013), Los ciclos de nadie (2013), Once (2014), Diario de Caín (España, 2016), La autopista cero (2016), Un lobo, una colina (España, 2017), Los elefantes las prefieren rubias (2018), 69. La sexualidad vigilada (2019), Diez cuentos que estremecieron a Cuba (Estados Unidos, 2019), H (Panamá, 2020), Dos novelitas infieles (Alemania, 2021), Las amantes de la niña lobo (2022).
Enero 13, 2023
Voy a la casa de un escritor mexicano que me lleva a la casa de un escritor chileno, que a la misma nos lleva a la casa de un escritor gringo, y después este nos impulsa a la casa de un escritor guatemalteco, que tiene casa en la frontera y entonces quiere obligarnos a visitar la casa de un escritor brasilero, no tan brasilero como él cree y, sin embargo, adorna el ritual de llevarnos a la casa de un escritor argentino, que en realidad no tiene una casa, vive en un largo almacén lleno de cosas inútiles, de libros inútiles, de vidas inútiles.
Mi intención era ir a Hamburgo, con una escopeta, la piel de oso como vestimenta, una nube de cervezas, dejar atrás la imagen gris de otros granjeros, rastrillos cerrados, y en las barandas de los bares bestias despachando sus vejigas. Hamburgo estaba después del muelle, después de un tren que algunos temían nombrar: tren lleno de rígidas ovejas y de fotos de turistas que buscaban olores de la colina. Pero todos querían irse a Hamburgo: es soleado, hay susurros de bailarinas, el mar parece un cielo manso. Irme más allá de ese muelle, sin irme aún.
Cecilia vivía en remolques, Buenos Aires a Yucatán, de Yucatán a Florida, de Florida a Kansas, de Kansas a mí. Siempre el recorrido es inverso. Un bar es lo que puedes descubrir en el horizonte, un bar de Kansas llamado como un poeta de Kansas.
Veíamos el mar Cecilia y yo. Se escribe la palabra resistencia, dije, pero un día al filo de un mercado, Cecilia pasaba a otra línea como si amontonara viajes sin rescindir.
¿Esta es tu dirección? Pregunté.
Ya casi nadie tiene un remolque, nadie va de Buenos Aires a Yucatán, de Yucatán a Florida, de Florida a Kansas, de Kansas a mí. Nadie, lo que se dice nadie, puede resistir.
He visto a Marianne Moore
cagando por una ventana
encima de ciertas flores
(que los mexicanos llaman “aledules“),
y vi que era hermoso el paisaje
y bendije a todos los mexicanos
por cambiar el nombre de las flores
por estar lejos del paisaje.
Los muchachos que admiraban a Zidane se convertían como ovejas. La culpa de una humedad, la culpa de unos soplos de angustia. Yo lo admiraba, hijo, yo socorría inviernos de Argelia, yo mataba materazzis a cien por rabia, yo me sabía Bleus contra los Bleus. Sabiendo como sé, que lo único era perder un ciclo
Madrid–Turín, y pobres de la Cabilia del Atlas.
Echa fuera la raíz de transparencias, el dolor y el odio son peces. Peces en un campo de fútbol donde triunfa el que no tiene coartadas.
Zidane, con dolores como el suyo, con odios como el suyo.
Mejores son las componendas, líneas del gusanillo aspersor: fiestas con brandy y cobertizos, muchachas que emergían de las polkas húngaras o de tangos en Burdeos.
Zidane arañaba entre el mangle y los tejidos, entre carnes de vejez. Era Juve y Madrid: era de ustedes.
Yo lo admiraba, hijo mío, como al guerrero que regresa
deletreando himnos de conquista. Como uno que se avecina al disfraz. Dejaba golpes en mi bandera, golpes de humo y espejismos. Como un adolescente internado en los nombres de antiguas esperanzas.
Como uno de los tuyos, sin serlo, sin ser lentamente el convertido en oveja.
Sin que me importe mirar de lejos todas las banderas. Desmoronado por un odio, un dolor.
En la tumba llamada bosque.
Mi padre vivía (y moría) en Cuba
y me contó que un cohete ruso,
la nariz del cohete ruso,
olía las nalgas de Kennedy.
Era chiste de campesinos.
O más bien, chiste para campesinos.
Mi padre era miliciano en el año 61, 62,
mientras dejaba escurrir su viaje a USA
porque creía que los cohetes simulaban las bocas
absurdas de una guerra
que ni él, ni tú, tampoco ellos,
mucho menos yo (que escribo el poema)
lo comprenderíamos.
Mi madre planchaba uniformes de milicias,
su padre huía de Franco, huía de los vientos
de cambio que no eran vientos, ni cambios.
Como los cohetes rusos,
muchas vidas eran simples y amenazaban
con desvanecerse.
Las vidas, igual a los cohetes rusos
atravesaban otros vientos
más parecidos a lo que se veía
allí, a uno y otro lado de un otoño
excesivamente largo.
Como si nada hubiera pasado entre nosotros, fui donde Lenin para que saltásemos un departamento, tomáramos las armas, diéramos una arenga contra la propiedad del heroísmo que reparten los belicosos del viejo capitalismo y del nuevo comunismo, y Lenin me miró como si con él yo no hablase, luego vino un bostezo suyo y, al momento, volvió a quedarse
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