Letras

Ilustración: Luis Galdámez

Miguel Ángel Chinchilla Amaya

(San Salvador, 1956). Escribe poesía, cuento, fábula, novela y periodismo literario. Estudió Jurisprudencia y CCSS en la Universidad de El Salvador. En producción radiofónica, ha producido la mayor antología de la cuentística salvadoreña y de otros países en lenguaje radiofónico. Co–fundador del desaparecido suplemento literario “Los Cinco Negritos” en Diario El Mundo. Coordinador de Ediciones Amate Vos.
Octubre 21, 2022
Noche fúnebre *

En una casa deshabitada, en noche sin luna, a la tenue luz de una vela de sebo, aquella noche de mayo en 1827 encontramos a seis hombres prominentes de casacas azules militares algunas derrengadas y botas altas de cuero fino, sucias y embarradas, descompuestos y fatigados por el fragor de las cuarenta leguas que han recorrido en estampida, abandonando bombas y cañones, desde Milingo en territorio salvadoreño hasta este lugar que unos dicen tratarse de Coajinicuilapa o Cuilapa como ahora se conoce, aunque otros dicen que se trataba de Mataquescuintla, siempre en tierras de Guatemala; donde han llegado en retirada como parte del diezmado ejército federal chapín recién derrotado por las tropas salvadoreñas, conducidas por el coronel Tomás Alfaro y por el coronel Saget, comandante de caballería. 

Cerca de 200 soldados federales quedaron muertos a inmediaciones de Milingo y otros 400 heridos que solo Dios sabía si su vida pudiera salvar. Entre las bajas más importantes figuraban las muertes del coronel Sánchez, responsable en el pasado de un genocidio en Malacatán, y del coronel caribeño Pedro Barriere, quien había sido el último intendente de San Salvador y su primer jefe político, luego de firmada el Acta de Independencia en septiembre de 1821. 

Aquellos seis prominentes eran ni más ni menos: el primer presidente de la República Federal de Centro América, general Manuel José Arce y Fagoaga, de 40 años de edad, sobrino del presbítero José Matías Delgado, y quien luego de haberse destacado en la emancipación de Centro América en el bando de los fiebres o liberales, había pactado con los criollos aristócratas de Guatemala, y decidiendo violentar la Constitución de 1824, hubo de voltearse contra los políticos liberales de su tierra natal provocando una guerra civil que al final terminó destruyéndolo.

Otro de aquellos prominentes derrotados en Milingo, era Manuel Arzú y Delgado y Nájera, de 52 años, de origen español, caballero de la Orden de Santiago, militar de carrera que en 1824 había fundado en Guatemala el primer colegio militar de la región.

En un rincón hecho un nudo, se encontraba otro militar que se había sacado las botas y parecía dormido. Se trataba del Brigadier Francisco Cáscaras de origen italiano, de edad indeterminada y fama de mercenario.

Sentado en un banco de solera estaba el coronel Manuel Montúfar y Coronado, de 36 años, quien además era periodista y político conservador. Había escrito para los periódicos el Editor Constitucional y para El Indicador. Fue consejero de Gabino Gaínza, y a la sazón fungía como secretario del presidente Manuel José Arce. Era tío del poeta nacido en San Salvador, José Batres Montufar.

Más allá en una esquina, envuelto en las sombras porque el pabilo de la llama casi no lo alumbraba, se encontraba Mariano de Aycinena y Piñol, de 38 años, hombre de muchos recursos, comerciante y político, dueño de un barco de cabotaje por medio del cual manejaba mercadería entre Europa y Guatemala. Posteriormente fue presidente de Guatemala entre 1827 y 1829, hasta el surgimiento en el tinglado político de la región, del general Francisco Morazán.

En aquel grupo aterido, también se contaba al abogado y periodista José Francisco Córdova, conocido como Cordovita, de 41 años, un hombre pequeño con menos de cinco pies de estatura, poseedor de un temperamento de bufón, satírico y burlón. Al igual que Montúfar había escrito para el Editor Constitucional y El Indicador. Años después de estos acontecimientos, Cordovita aparece como secretario de Mariano de Aycinena, cuando este se convierte en presidente de Guatemala.

Para su servicio los prominentes cuentan con un indio mecapalero que a la fuerza se trajeron de las inmediaciones de Apopa, cuando desesperados emprendieron la retirada. 

Afuera de la casa deshabitada, en total oscuridad y apenas masticando pedazos de tortilla dura, la soldadesca compuesta en su mayoría por indios y negros, dormita entre ronquidos, estruendosos pedos y las penosas quejas de los heridos que esperan sobrevivir hasta que la luz del día vuelva a brillar.

En eso, de su rincón se levanta descalzo el brigadier Cáscaras, y con su característico acento italiano en un tono optimista, dice: -Bueno señores, no nos acobardemos, levantemos el espíritu, es cierto que perdimos a Sánchez y a Barriere, y otros tantos muertos y heridos, pero muchos hemos quedado con vida. Volvamos a embestir de nuevo a Milingo, hasta morir o doblegar a ese Salvador altivo. Pero el indio de Apopa entre dientes replica: —Vos come mierda, italiano cáscoro. Y a lo mejor por cansancio aquellos oficiales al indio no escuchan.

Arce que ha permanecido con la mirada perdida como un demente, fijo el ojo en la llama de la vela, al escuchar la voz del italiano, levantando la cabeza responde: —¡Oh valiente brigadier, campeón de Córcega, digno de los favores que espero de la real facción a la que sirvo, y por los empréstitos que retengo, os prometo gran varón, que pronto partirás conmigo, luego de ganar esta guerra, a disfrutar de un mejor destino! 

Pero el indio de Apopa siempre entre dientes, murmura: —Pues en el hospital será dicho destino. Entonces Montúfar, rascándose la cabeza y estirando los brazos hacia arriba relajando los músculos, acota: —Antes de que el sol por su órbita alcance el próximo solsticio, pienso que nuestro plan habremos ya cumplido, y que esos liberales cabrones del Salvador, giman atados y sumisos al paso del triunfal carro borbón. Y dicho lo anterior, el indio de Apopa mientras aparenta hacer oficio, vuelve a murmurar: —Atada y sumisa irá la madre que te parió.

En eso Cordovita, bajo de estatura, incorporándose del banco donde su cuerpo reposaba, interviene: —El sistema federal es menester desterrarlo, hasta lograr que tal bodrio que en la asamblea sin juicio hemos jurado, quede enteramente abolido, hasta que esos guanacos malditos federalistas, los tengamos sujetos y sumisos. Y nuevamente entonces el indio de Apopa interviene sin que los prominentes le presten atención: —Andate a la mierda culeco chapetón, que ya por ahí vienen creciendo las huestes de Anastasio Mártir.  

De las sombras surge Mariano de Aycinena, quien haciendo un gesto de desprecio, afirma: -Yo encarcelaría de oficio a todos los salvadoreños y además los fusilaría como hicimos con Pierson, los expatriaría y perseguiría, hasta el último recinto. Y sacaríamos procesiones junto a franciscanos, dominicos, terciarios del Carmen y mercedarios, de santos grandes y chicos, y por los estigmas de mi santa hermana María Teresa Anastasia Cayetana, priora de las Carmelitas descalzas, y los buenos oficios de nuestro santo obispo Casaus y Torres, que tanto honor nos ha causado en el santo fanatismo, suplicaríamos al cielo que nos haga el milagro; y con indios cachiqueles repondría las bajas de Milingo,  y decretaría penas de muerte y severos castigos a todos los liberales mal nacidos. Y al concluir Aycinena su discurso, el indio de Apopa haciendo una mueca de asco sin que nadie lo mire, comenta entre dientes: —Que la lengua se te haga chicharrón, tirano asesino y mamón que rima con borbón. Mientras los demás oficiales aplauden al brigadier la elocuencia de sus palabras. 

Más tarde mientras todos duermen, el único que no puede conciliar el sueño es el presidente Arce y Fagoaga, los demonios de su conciencia no lo dejan tranquilo, y prefiere salir a campo travieso envuelto por aquella tiniebla en noche de luna nueva. Entre tropezones, su figura gallarda logra abrirse paso entre la soldadesca. Él no se da cuenta, pero una sombra lo persigue, se trata del indio de Apopa que se desliza detrás suyo sin que el general lo perciba. En un lugar desolado orina, recordando las palabras sobre la prudencia que le aconsejaba su tío Matías Delgado, cree escuchar también tras la estridulación de los grillos las notas de la Sinfonía Cívica de Eulalio Samayoa, que la orquesta interpretó el día que asumió como presidente; y mirando al cielo exclama en tono de lamento: —¡Oh suerte desgraciada, Oh fatal destino! ¡Pero qué desdicha! Todas mis esperanzas a pesar del empeño en desgracia se han trocado. Como presidente aclamado merecí la confianza de los Estados, ¡y ahora qué tormento! Con enhiestas lanzas me arrojan con desprecio avergonzado. ¿Seré capaz de continuar en mis caprichos, imprudente, malhaya, ¿y mi honor y mi vida? ¡Ay confusiones del carajo! Y amparado tras aquella negrura el indio de Apopa le replica: -El que no oye consejo, Juan Soquete, no llega a viejo; y Arce cree que aquella voz que escucha es su conciencia que le vibra en el pecho. 

Al regresar al recinto, sale Montúfar su Secretario a encontrarlo, diciéndole: —¿Qué os inquieta, Señor? Si a tu lado tenéis oficiales más valientes que Jerjes y Aníbales con sable, de pistola y alabarda, la victoria inconclusa nos aguarda, ya se escuchan los clarines, cornetas y timbales en el festejo de tus glorias y guirnaldas, Oh gran General. Que no os impida, Señor, que se trate de paisanos vuestros, tenéis que intimar a esos malvados, vuestra presencia les inquieta. No más clemencia, Señor, tenemos que doblegar el orgullo de tus malos compatriotas, esos salvadoreños renegados. Y el indio de Apopa que siempre está presente, comenta entre murmullos: —¡Y dale que dale con la casa Borbón, señor historiante! 

En la escena aparece de nuevo el italiano Cáscaras, dirigiéndose al general presidente: -Mi espada, gran señor, nuevamente he de blandir, y a vuestros pies rendida haré venir la turba federal ya desarmada. Y entonces el indio apopense replica de nuevo: —Ya te conocemos, cáscoro del diablo, lo mejor es que cerrés el hocico.

Mariano Aycinena enfurecido toma la palabra y con voz impostada dice: —Yo como os digo, general en jefe, redoblaré mi ardiente celo por nuestra religión y nuestros emperadores, y lucharé con denuedo contra esos liberales salvadoreños opuestos a mis esperanzas y desvelos. Pondré flores a Jesús y a la virgen de Dolores, y si con todo insisten esos paisanos vuestros que son tan necios y cabrones, haremos alianzas con los chapetones para que los sujeten a las plantas de nuestros reyes borbones. Desde la oscuridad el indio de Apopa responde: —Ya se te acabó el tiempo, señor marquesote.

Cordovita entre somnoliento y confuso, comenta: —¡Ah mi Señor! Si en Milingo hubiéramos vencido, ya vuestra merced sería el soberano y Aycinena ministro como es justo, y yo no sería más enano, ni padeciera a esta hora tanto susto. Y el indio satiricón desde la oscuridad comenta entre murmullos: —regresate a la escuela, entonces, cipote cagado.

Pero el espíritu de Arce continua funesto, quizás por la adulación exagerada y los insultos de los oficiales contra la gente de su pueblo. Con el ánimo deprimido de nuevo se aparta de aquel grupo y en un tono ahora muy quedo, pronuncia: —¡Qué infausta desventura en la que ahora me encuentro! Aborrecido por mis hermanos salvadoreños por invadir la quietud de sus honrados pueblos y de los otros estados, por seguir aristócratas intentos. ¡A tantos liberales, mis fieles compañeros, a mi propia familia y soldados guerreros, les he procurado miserias, y creo de veras cuánto mejor fuera antes de todo esto, haberme muerto, porque ahora mi nombre, el de los Arce, será de oprobio eterno; ¡mas no imploraré perdón que no merezco, seguiré así la guerra, porque mis pecados son irredentos! Entonces el pipil de Apopa, con cierta compasión acota: —Ah, señor Manuel José, mejor ponete un plátano asado con canela en tu cerebro.

Más tarde comienza a amanecer y de repente afuera comienza a crecer un rumor que viene de la soldadesca, y se escuchan algunos hombres vociferando: —Nosotros nada debemos, quien la debe que la pague, nosotros no pelearemos más, ni tampoco nos opondremos a nuestra constitución, odiamos a sus infractores y a todos los invasores, ¡qué vivan los patriotas y qué viva la unión, que mueran los tiranos y cualquier opresor! Y además se escuchaba la voz del indio de Apopa en medio de la soldadesca, cuando gritaba: —¡Ahora es cuando, ho!

Los seis hombres prominentes reaccionan alarmados agarrando en el acto sus fusiles y sables, porque aquella gritería parece sublevación, pero en lugar de atacar los soldados se van dispersando de a poco, abandonando a los seis jefes que quedan solos en aquel caserón y afuera los cadáveres de los soldados heridos que fallecieron durante aquella funesta noche, aparte de los seis caballos que piafan con nerviosismo, propiedad de los prominentes que se estremecen de miedo al interior de la casa abandonada.  

Mientras tanto el indio de Apopa entre la soldadesca va reflexionando: —Qué tonto es el presidente, qué bobo es el chapetón, con sus escopetas y sus bombas querían destruir San Salvador. Pero no pasaron de Milingo con su tremendo cañón, su machete, su fusil, su lanza y también su tambor, y es que el tirano no quiere la federal constitución, haciendo con los frailes pícaros su tamal con chicharrón, para robar del pueblo los caudales y demás de la nación. Ajá señor Manuel José Arce, gran pícaro y tunante ahora vas a pagar tu traición, todas tus bombas que dejaste allá en Milingo, tus escopetas y tu cañón, tu montón de soldados muertos por tu mala dirección, porque antes de morir el español Sánchez lo dijo, Arce no es buen presidente mucho menos buen guerreador. En aquel momento el indio de Apopa piensa en su primo Anastasio Mártir Aquino, el mismo que decía “cien arriba cien abajo”. Una historia para seis años después.

* Tomado de 100Arriba 100Abajo. Ediciones Amate Vos. San Salvador 2021. Noche Fúnebre es una versión libre en formato narrativo del sainete anónimo Noches fúnebres en Coajinicuilapa, publicado por primera vez en la Imprenta del Gobierno Salvadoreño 1827, a raíz de la invasión de Manuel José Arce al frente del ejército de Guatemala, en mayo de ese mismo año contra su patria natal El Salvador, cuando Arce fungía como primer presidente de la República Federal de Centro América. Por esos días hay noticias de que la breve obra de teatro se representaba en los atrios de las iglesias.  Posteriormente fue reimpreso en septiembre de 1863 y luego en 1978 en el libro Cien años de poesía en El Salvador de los autores Rafael Góchez Sosa y Tirso Canales. Publicaciones de la Biblioteca “Dr. Manuel Gallardo”. El Salvador.

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