Letras
Ilustración: Luis Galdámez
(Las Tunas, Cuba, 1976). Licenciado en Español y Literatura. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene publicados los libros El suave ruido de las sombras (Poesía, Editorial Sanlope, 2000), Confesiones a la eternidad (Poesía, Editorial Sanlope, 2002), Corazón de Barco (Poesía, Letras Cubanas, 2006), Final del Día (Poesía, Editorial Sanlope, 2012), Salmos oscuros (Poesía, Editorial Oriente, 2013), Fragmentos de Isla (Poesía, Letras Cubanas, 2015), El solitario oficio de la resistencia (Poesía, Valparaíso Ediciones, España, 2018), Como un país desierto (Poesía, Huerga Fierro Editores, España, 2019) y La maquinaria (Novela, Ilíada Ediciones, Alemania, 2020). Ha obtenido más de cincuenta premios y menciones en concursos nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Hispanoamericano de Poesía de San Salvador, (El Salvador), 2018; XLVIII Premio Internacional de Poesía Pastora Marcela, (España), 2019; Dulce María Loynaz, (USA), 2021; Andrés García Madrid, (España), 2022; Librería Mediática, (Venezuela), 2009; Herencia, (España), 2008; Julia Sierra, (España), 2016. Ha ofrecido conferencias y recitales poéticos en universidades de El Salvador y Cuba, así como en la Casa de América de Madrid.
Enero 13, 2023
Gris el espectáculo de escuchar a Jim Morrison en enero.
La lluvia me deja cicatrices cuando me siento frente a mi laptop
y contemplo poemas dejados al descuido
mientras el invierno se esconde en mi casa.
Escucho a Jim Morrison para morir en la lentitud del domingo.
No sé en qué lugar dejar mis huesos,
pero no será en este sitio de amargo esplendor.
Soy una sombra,
un disparo al que el silencio busca.
Soy la voz que abraza un rock,
un mundo de dolor
mientras la tarde es más oscura
y el tiempo se destroza contra mi cara.
Me deprimo cuando mis manos reposan lejos del teclado.
Ni la vida,
ni el paso firme hacia la muerte cambian
este descenso.
Para qué entender esta droga que no llega a mi sangre.
Soy el último,
el hombre que parte sin más fuerza
que un libro
que un golpe
que un fracaso.
Escucho Alabama Song con los pies dolidos
de tanto salir de mi casa a ver la tristeza,
barro sobre el cuerpo,
calles para sumergir el alma.
Jim Morrison me arroja sus papeles,
recuerdos de noches en bares infinitos.
Estoy en cero,
Mi saldo son las vidas que soñé,
mi vida es un tránsito al futuro
desde la muerte.
A quienes no pudieron cruzarlo
Millones de cuerpos como paneles de hormigón.
El paso de las caravanas
impone un ritmo: seco, alucinante, donde no hay otra voz
que una marcha entre el polvo quemante de naciones.
El muro es palabra a ratos íntima.
Posee los recuerdos en sus grietas,
pero no soporta el tránsito de hormigas
que mueren como muere el mundo.
Veo su inmensidad mientras mi tv muestra el odio fluir,
el miedo fluir,
la burla fluir.
Todos llevamos un muro a cuestas,
es el precio de asumir las caravanas
(sangre más allá de la sangre)
Sabemos que todo tiene un límite,
pero su eternidad asusta.
He visto crecer el muro:
rostro contra rostro, alma entre el vacío,
siglos que se funden de forma irregular
para dejarnos una bestia-horizonte
que nos teme.
Nos recuerdan que llegar es posible.
Nada más es preciso un poco de paciencia.
El calor es eterno.
La muerte es circular.
Nos lleva con los cánticos
a descubrir atardeceres,
simulaciones de quien respira el humo en paz.
En mis horas de terapia escribo.
El tiempo arde y me parece ver a los suicidas de ayer
en rostros de hoy.
La felicidad es posible, nos dicen, mientras la combustión avanza.
El color de mi barrio ofrece a quien se acerca
una visión de puente.
Los niños persiguen pájaros que se dejan matar.
Se puede vivir si guardas silencio y cierras el corazón.
Los perros de la esquina odian a su dueño.
Los veo reposar ante las sobras y algo me dice, ignóralos.
Frente a mi casa deshechos que heredé y ahora se eternizan.
Suerte la de andar a ciegas
en calles diseñadas para vagabundos.
Ni Kafka,
ni todo el rencor me hacen querer más sangre que mi sangre,
más dolor que esta locura.
Mi soledad es crónica.
Mi nombre es un amargo espejo
cuya dureza no evita estos frutos del salitre.
Mi barrio es tranquilo, funciona como un país desierto.
El ciego descubre que paso todas las mañanas,
abre su corazón y deja el aire lejano, casi eterno.
El polvo, las palabras de un animal tatuado
advierten el ritmo:
no existe verso o cuchillada
para olvidar que este lugar es un monstruo.
Dice mi sombra: no dejes que la libertad te duela.
No entregues tu voz o tu cordura.
Deja que el piélago sangre
como sangra tu destino.
Deja a las bestias sobre esta tierra espuria.
Quienes me ven olvidan mi cara.
Quienes parten con el resplandor
saben que viajo cada día
al sitio de los olvidados.
Quienes ríen no comprenden
la intensidad de las caídas.
Ser el que paga con su piel la lluvia
me dio la noche,
la secreta música del tiempo.
Me dio el rencor del claustro,
la espuma de languidecer sin voz.
Nada es peor que ver la llave y no la puerta,
el arma y no el destino,
la muerte y no el milagro.
Nada es peor que el miedo de un país.
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