Letras

Ilustración: Luis Galdámez

Vladimir Amaya

(San Salvador, 1985). Vladimir es profesor de Educación Media. Fue miembro fundador del taller literario “El Perro Muerto”. Ha publicado los poemarios: Los ángeles anémicos (2010), Agua inhóspita (2010), La ceremonia de estar solo (2013), El entierro de todas las novias (2013), Tufo (2014) Fin de Hombre (2016), La princesa de los ahorcados y otras creaturas aéreas (2015), Este quemarse de sangres entre lágrimas y excrementos (2017), Sentado al revés (2019) y El vuelo circular de la calandria (2022).

mayo 19, 2023

LOS ÚLTIMOS NECIOS

0

Estefanía y yo nacimos en el colon irritado del infierno.

No lo supimos hasta que puntas de días oscuros nos mordieron los genitales.

 

Estrujados, asediados nosotros,

y la vida era un pequeño país de rostro quemado y de vómitos salvajes.

 

Y mientras otros nacieron en las mansiones de Nueva York, Madrid, 

Buenos Aires, Valparaíso, 

                    con mesa firme y casa tibia,

nosotros amamos entre moscas, gritos y disparos; 

nos quedamos con una herida heredada y por heredar: una guerra interminable.

Pero el amor, ese que nos hace diferentes, 

ese amor que nos reafirma que nacimos en el lugar equivocado, 

es tan profundo que una tarde, si tenemos suerte, habrá de ahogarnos, en definitiva. 

 

1

 

Estefanía y yo buscamos una razón para vivir felices en el territorio de los desquiciados.

Y guardamos al amor en un mundo donde el amor cojo, el amor tartamudo 

es para los últimos necios, 

porque no deja divisas, ni plata ni oro; 

porque este amor es solo una luz tan grande 

que después de él no puede quedar ninguno de nosotros.

 

2

 

Estefanía pudo haber sido mi hermana, pero no me conoce,

o yo pude haber sido su novio más ingenuo, pero no la conozco 

y posiblemente se llame Elena, Susana o Sofía.

 

Talvez la he encontrado alguna vez en el autobús, 

o en la cafetería a la hora del almuerzo.

Quizá me vio esta mañana al cruzar el parque 

y ninguno de los dos se percató ni reparó en las sincronías del destino.

 

Porque mientras otros nacieron en las mansiones de Londres, 

París, Ginebra, con casa tibia y mesa firme,

nosotros vivimos en el colon irritado del infierno, 

en donde a nadie le importa conocerse más allá de su cinismo e hipocresía.



3

 

Vivimos en el colon irritado del infierno con palabras que jamás podrán 

                                                                                        ser un poema o un gran poema,

porque antes de todo es un manojo de muertes y de frustraciones.

 

Talvez Estefanía escriba mañana una carta llena de lágrimas y de sombras, 

Enredada en la telaraña por el recuerdo de algún desaparecido o un muerto injusto, o…

diga mi nombre sin saber que existo,    

porque después de todo,

ella y yo necesitamos saber, imaginar, creer,

 que no somos las únicas bestias heridas por la última esperanza;

guardar esa ilusión —muy dada solo a los niños demasiado tristes—

que no estamos solos en esta región de la ponzoña 

y la estupidez.

EL BORRACHO

Siempre me hablabas de los muertos,

y es que conocías sus manías de nunca cerrar los ojos

aunque se quedaran sin ojos en la lenta putrefacción del tiempo.

 

Aprendiste a escucharlos atrás del humo de tus cigarros.

Con la última cerveza del domingo venían todos en parvada 

porque no podía ser de otra manera.

Y peleabas con sus ganas de quedarse, 

de volver a la madre, de recuperar a los hijos.

Los coleccionabas en las habitaciones de tus sueños 

y los quemabas en tu silencio.

Por eso no olvidabas sus voces. 

Por eso el verbo en rabia, en aceite hirviendo 

cuando nos decías: 

“no, los muertos siguen vivos”.

 

Y la patria y sus muertos te quedaron debiendo la mañana siguiente.

Y te quedaste en la agrura bebiendo las aguas grises 

de la tristeza de tu país sediento. 

 

Tu cabeza era la sucia garganta 

por donde los muertos subían montados 

en palabras cojas y violentas mientras 

duraba el trago.

 

Y entendías a los muertos en su silla ausente,

en su pelaje de estrellas descuartizadas. 

Les ponías en la rockola su música favorita.

Y a veces, huías calle abajo tambaleando 

para que no te encontraran.

 

Porque al alcanzarte 

te estrangulaban y el niño en tus ojos lloraba 

y te orinabas en los pantalones.

Era cuando la gente te veía vomitar en las aceras. 

Porque, de arcada en arcada, para ellos eras el loco, 

el borracho de la esquina, 

el que decía que los muertos todavía estaban vivos;

 

el que cuando se queda dormido hoy

vuelve a soñar con el hijo y la esposa que le mataron 

un día, ese mismo día,

cuando buscando en las maletas del guaro 

llegaron a instalarse a tu cerebro 

todos los muertos de la patria.

LA NOCHE PANZA ARRIBA

Lo que observas en cada muerte es 

la noche panza arriba,

sus millones de estrellas: 

luces muertas hace millones de años.

 

Así iluminan nuestros cadáveres 

las noches de una capital medio despierta,

ciudad muerta que fue a la guerra, 

que se embriagó en la paz espuria de sus burdeles. 

 

Nunca terminé este poema 

Y desde ya exhibía su cráneo en las redes sociales.

Pues el salvadoreño promedio 

pasa más de cinco horas viendo redes sociales;

los muertos, obvio, tienen más tiempo para hacerlo. 

(Aplauda, mi perrín muertín. Deje su like, buen caballero). 

 

Hablaba este poema, primero, 

de los labios de una novia,

del odio de algún padre con la garganta colmada de excrementos.

Nunca terminé este poema 

y ahí ya habitaban los ojos de mi perro, el amor de mi madre.    

Pero el poema se volvió el discurso de una asamblea 

de payasos en el tiempo de los hombres focas.

 Terminó siendo mi poema, 

el muerto diario sin taza de café yendo al trabajo.

 

Entre muertos de esas portadas amarillistas de prensa coloquial y de nota roja

“crecimos como la hierba”. 

Como los cabellos todavía le crecen al cadáver,  

así crecimos en la curvatura de las sonrisas hipócritas y los machetes.

 

Y los poetas comprometidos se fueron a la marcha: 

«Uno, dos: consigna al aire».

«Uno, dos… me duele la rodilla».

«Uno, dos… algún nieto de puta se orinó en mi cerveza».

 

El presidente se limpia el culo con el poema de los muertos;

No se lo digás al poeta comprometido: te bloqueará de su Facebook.

 

Nunca terminé este poema, 

los muertos fueron tantos 

que en los poemas que faltan tendrán que ir parados.

 

Nunca terminé este poema, 

me quedé a vender libros que nunca pude leer, 

a fumarme el cigarro que dejó tirado

el desparecido del mes pasado…

…  ¿Cómo es qué se llamaba?

EL VELORIO DEL TÍO TEODORITO

Y los policías llegaron a mi pasaje 

quebrando ventanas, aporreando puertas y botando portones.

 

Con gritos de “quietos todos, es la policía”

interrumpieron, en tromba, en el velorio de mi tío Teodorito.

 

Mi tía Bernarda, dueña de la casa en cuestión, 

les dijo que respetaran a los muertos y se fueran,

que ahí éramos familia decente y honrados ciudadanos.

 

«Hay orden de captura contra El Piwi y sabemos que vive en esta casa»,

le dijo el oficial encapuchado y armado hasta los dientes.

Mi abuelo Francisco, quien nunca quiso problemas en su vida, 

les dijo desconocer al mencionado,

y les ofreció comida: galletas, café con pan,

pero todo 

se lo tiraron al suelo 

y los tamales de gallina se los arrojaron al rostro.

 

«A la mierda, oficiales de mierda», dijo, siempre retórica, mi abuela Carmencita.  

Y junto con mis otras tías y vecinas invitadas 

fueron por sartenes, palos de escoba y ollas para defenderse de la horda enemiga.

“¡Régimen de excepción!” gritaron los oficiales 

y se armó la casa de putas en el velorio de mi tío Teodorito. 

 

Volaron sillas y mesas.

Puteadas y alaridos eran también los vergazos. 

Volaron los cirios, el Cristo crucificado y las flores.

Garrotearon a mis primos. 

Presos se fueron algunos de mis hermanos.

 

Arrestaron también al pastor gordo y simpático 

que amenizaba el velorio con profundas reflexiones sobre el cielo y la existencia.

Se lo llevaron porque en el forcejeo se le rompió la camisa 

y vieron que andaba en la panza, tatuados, códigos prohibidos y una cara de diablo bien feyo. 

 

«Registren todos los rincones», decía el oficial a cargo.

“Que no quede lugar sin ser inspeccionado” —dejaba en claro cada 5 segundos. 

«¿Y la caja del muerto?», le preguntó un agente.

«Abran esa mierda», dijo, así 

sin importarle el malestar de los familiares y amigos presentes,

todos para ese momento, tirados en el suelo boca abajo. 

 

A patadas bajaron el ataúd del soporte 

y el cuerpo rodó;  

de culumbrón quedó en el piso.

Lo inspeccionaron, cuidadosos, como si fuera moneda antigua en casa de empeño, 

con la curiosidad de aquellos niños 

quienes encontraran un pájaro asesinado a pedradas.  

 

«Cómo que no está muerto», dijo uno,

«Se ve muy vivo para ser cadáver», dijo otro.

«¡Cómo que no va estar!», espetó el segundo al mando.

El oficial a cargo, sin morderse la lengua ordenó: 

«sáquenlo al patio y denle fuego al difunto»

«pero mi sargento, no estamos en los ochenta», le contestaron. 

“¡Régimen de excepción!” gritó el jefe de la operación a sus subalternos. 

 

Fue cuando sin ser domingo de resurrecciones,

el muerto fingido, abriendo los ojos de tecolote desvelado, se levantó de pronto

Y gritó: “milagro, milagro, señores”, ante la incrédula mirada de todos los presentes. 

Y corriendo hasta la ventana más cercana, 

                               en un salto de gato rizón, salió hecho una bala perdida. 

 

Desde entonces 

no sabemos nada del tío Teodorito, 

o más bien, del tío Piwy. 

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