Letras

Ilustración: Luis Galdámez

Los idus de noviembre

Ana del Carmen Álvarez *

Noviembre 17, 2023

Al llegar a la universidad, lo que vi fue espantoso. El mal olor inundaba el ambiente y una mortaja negra de moscas cubría parcialmente los cadáveres. Alrededor de las cabezas había esparcidos coágulos de sangre ennegrecida, pedazos de huesos y trozos de masa encefálica. Afuera solo había cuatro cuerpos: Ellacuría, Montes, Martín-Baró y Amando López. El padre López y López estaba ahí por casualidad, ya que no pertenecía a esa comunidad. Probablemente se despertó con el ruido de la balacera cuando mataron a sus compañeros jesuitas y salió a ver qué pasaba, uno de los soldados lo siguió de regreso al cuarto y lo mató. La esposa del jardinero, Julia Elba, y su hija Celina, quienes esa noche estaban durmiendo en una salita de la residencia de los padres, también fueron asesinadas por los soldados.

A los padres no se les veía la cara porque estaban bocabajo sobre la grama del jardín. Al padre Moreno lo habían arrastrado hacia una de las habitaciones, por lo que habían dejado un macabro reguero de sangre. Era el cuarto del padre Sobrino, quien estaba en Tailandia: no le tocaba morir. Vi la cara del padre Moreno; la tenía llena de pliegues, ya que todos los huesos de su cabeza fueron destruidos, y los músculos y la piel no tenían dónde sostenerse. Cuando los soldados hicieron maniobras para meter el cuerpo del padre Moreno en ese cuarto, movieron una librera, de la que cayó el libro titulado El Dios crucificado, del teólogo alemán Moltmann, que quedó empapado con la sangre del padre Moreno.

Yo sentí un gran dolor, y una tristeza profunda me invadió. No pude rezar, no pude pensar, no pude hacer nada, solo llorar. Después de un rato, el padre Ormaechea me dijo: «Señora, ¿qué está haciendo aquí?», y yo le contesté: «Acompañando a los muertos y a los vivos». Esa fue mi respuesta: una oración de acompañamiento. Me parecía una pesadilla y que pronto iba a despertar, pero aquello era real.

Fue el hecho más horroroso que me tocó presenciar. Más adelante pensé que todo estaba perdido, que nuestro sueño de un país diferente fue solo un sueño, que todos seríamos asesinados tarde o temprano. Era el fin para El Salvador. Este país ya no tenía salvación.

Pero este hecho espantoso fue el cumplimiento de un plan que comenzó muchos años antes. Tenía razón el padre Montes cuando me dijo en una conversación: «A monseñor Romero los militares le dieron tres años, a nosotros nos han dado 30, pero ellos serán nuestros asesinos».

Todo comenzó con el Concilio Vaticano II del 11 de octubre de 1962, donde se establecieron los lineamientos que para América Latina se concretaron en las conferencias de Medellín del 26 de agosto de 1968, como la opción preferencial por los pobres. Como decía el padre Sobrino: «Es el punto de la praxis donde Dios se revela en la historia». Este sería el eje para la vida de los católicos y permearía todos los aspectos de sus vidas.

En El Salvador, el padre Ellacuría y un grupo de jesuitas abrazaron con entusiasmo la tarea de poner en práctica las enseñanzas del concilio. Desde siempre, trabajar por la justicia ha sido un imperativo en las enseñanzas de la Iglesia, así que los padres empezaron a trabajar por la justicia en El Salvador. Fueron llamados teólogos de la liberación: liberación del hambre, de la miseria, de la injusticia, de la marginalidad. El padre Sobrino lo resume así: «La teología de la liberación parte de los pobres como lugar de la comprensión de la fe que permite llegar a la misericordia con las víctimas». Corría el año 1973 cuando comenzaron a proponer cambios en la educación que impartían en su colegio, el Externado de San José, para que los alumnos conocieran la realidad de su país y que, en el futuro, implementaran las políticas que El Salvador necesitaba para iniciar el camino hacia la democracia. 

El 11 de noviembre de 1989, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) inició una ofensiva en San Salvador, el centro del poder político, económico y social del país. Esta ofensiva fue parte de una guerra en la que un grupo de salvadoreños peleaba para romper el poder militar sobre la política nacional. Comenzó a principios de los años ochenta. El objetivo de la guerrilla en esta ofensiva era demostrar su fuerza militar para obligar a la otra parte a pactar una paz negociada. 

Una explosión de fuegos artificiales verdes y rojos iluminó el cielo de San Salvador. Fue producida por las balas trazadoras y por las bengalas con las que el ejército salvadoreño trataba de ubicar a la guerrilla. Era la ofensiva Hasta el Tope.

A los grupos de graduados de la Escuela Militar se los llamaba tandas, pero a esta promoción, que estaba en los puestos del Gobierno de Alfredo Cristiani, por ser numerosa, se la apodó La Tandona. Los militares que formaban La Tandona fueron los que dirigieron al Ejército en el enfrentamiento con la guerrilla en la ofensiva Hasta el Tope. 

Al día siguiente, domingo, traté de ir a la universidad, pero estaba rodeada por el Ejército. Nadie podía entrar. Sin embargo, agazapada en la residencia de los padres, la muerte estaba esperando a sus víctimas.

Yo decidí ir al Hospital Rosales a ayudar con los heridos que llegaban ahí. Estuve tres días. Llegaban en camiones, ambulancias y taxis. Mi trabajo consistía en limpiar las heridas para que los médicos pudieran ver exactamente a qué se enfrentaban. No teníamos agua. Limpié las heridas con la misma agua y con los mismos trapos. La contaminación era tremenda. Atendí a heridos que venían de la periferia pobre de San Salvador bombardeada por el Ejército. Para evitar los bombardeos, la guerrilla empezó a entrar a San Salvador por la colonia Escalón, donde estaban las residencias de la gente más adinerada. Allí, ya no hubo bombardeo.

Los días que permanecí en el hospital me impidieron darme cuenta de lo que sucedía en San Salvador. Hubo una cadena radial, con aparente micrófono abierto, en la que los ciudadanos culpaban a los jesuitas de la ofensiva y de las muertes causadas por ella, pero todo fue un montaje. El Gobierno decretó ley marcial y toque de queda. Para las zonas en donde estaba la guerrilla, el toque de queda era de 24 horas. Para el resto de San Salvador, era de seis de la tarde a seis de la mañana.

El padre Ellacuría no estaba en San Salvador, pues una organización catalana le concedió el premio Comín por su incansable defensa de los derechos humanos de los ciudadanos de este país y sus esfuerzos por impulsar una paz negociada al conflicto salvadoreño, ya que él consideraba que una victoria militar para cualquiera de los dos bandos era imposible. Cuando estaba en España recibió una llamada de parte de uno de los allegados al presidente Cristiani para pedirle que regresara a El Salvador, ya que el mandatario lo había nombrado parte de una comisión que investigaría la masacre perpetrada contra la Federación Nacional Sindical de Trabajadores Salvadoreños (FENASTRAS), que ocurrió el 31 de octubre de ese año, en la que murieron nueve personas y cuarenta resultaron heridas.

Ellacuría regresó a El Salvador el lunes 13 de noviembre. Llegó a la universidad unos minutos antes de las seis de la tarde. Al principio no lo dejaban entrar, pero un oficial lo reconoció, por lo que le abrieron la puerta. Esa noche llevaron a cabo un cateo (registro ejecutado por el Ejército o por la Policía) en la residencia de los padres dentro de la universidad. Fue un cateo diferente a los que se habían hecho anteriormente en la UCA, pues la única información que les interesaba era saber quién dormía en cada cuarto. 

En la mañana del 14, los jesuitas tuvieron una reunión a la cual asistieron padres de otras comunidades, pues se iba a decidir qué hacer debido al cateo y a la situación reinante en San Salvador, con la ley marcial, el toque de queda y la ofensiva. Se discutió mucho. Algunos padres querían dejar esa casa e irse a otras comunidades de jesuitas en San Salvador. Varias familias amigas de los sacerdotes les ofrecieron sus casas, pues percibían el peligro en que se encontraban debido a la cadena radial en la que los culpaban de la ofensiva y de los muertos que estaba causando. Uno de los padres que asistió a la reunión pero que no pertenecía a esa comunidad contó que otro jesuita de los habitantes de esa casa le comentó que quien dirigía el cateo no se dejaba ver; parecía que no quería que lo reconocieran. Los soldados llevaban la orden de registrar toda la universidad, pero el rector les pidió que regresaran al día siguiente, ya que no tenía a la mano las llaves y no quería que le destrozaran las cerraduras. Los soldados no regresaron.

En esa reunión, el padre Ellacuría dijo: «Estamos en un lugar rodeados por el Ejército. Han hecho un cateo y no han encontrado nada. Estamos en el mejor lugar en que nos podemos encontrar». Uno de los padres de esa comunidad no se quiso quedar ahí y se fue a Santa Tecla, a la comunidad de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen. Fue uno de los dos que se salvaron.

Los padres de la UCA jugaban frontón los miércoles en una cancha en Santa Tecla. Cuando quisieron salir de San Salvador, los soldados no lo permitieron. San Salvador estaba cercada por el Ejército y nadie podía entrar ni salir de la ciudad.

El miércoles 15, como a las tres de la tarde, los padres Amando López y Juan Ramón Moreno salieron de la UCA por la casa que da a la calle Cantábrico y fueron a visitar a sus compañeros que vivían en una casa de la colonia Jardines de Guadalupe, fuera del campus de la universidad. Ahí vivían el padre Tojeira, provincial de los jesuitas de Centroamérica, el padre Ibisate, el padre Estrada y otros padres. Se quedaron hasta las cinco de la tarde; cuando se iban, los jesuitas de la casa les pidieron que se quedaran a dormir esa noche ahí. Ellos les contestaron que no podían porque Ellacuría, Martín-Baró y Montes estaban muy solos, por lo que se regresaron a la universidad a su cita con la muerte.

En la universidad, como a las cuatro de la tarde, el padre Martín-Baró recibió una llamada de la empleada que hacía la limpieza en el edificio de Rectoría. La señora, llamada Lucía de Cerna, le pidió al padre posada para pasar la noche en la universidad, ya que su esposo, su hija y ella no pudieron entrar a su colonia por el toque de queda. Martín-Baró accedió a la petición y les arregló unos colchones en una casita propiedad de la universidad, la cual tiene ventanas que dan al campus. El resto de las viviendas era de propietarios particulares, por eso no tenían comunicación con la universidad. Sin embargo, tienen un lugar para asolear la ropa en el segundo piso, desde el que se puede ver el campus de la UCA. Durante la noche del 15 y la madrugada del 16 de noviembre, nadie pudo subir porque había soldados apostados en cada tejado de esas casas.

El jardinero de la casa de los padres vivía en una casita a la entrada de ese predio, pared de por medio con el muro que linda con el andén. En la noche del martes 14, en el enfrentamiento que se daba en la calle, incendiaron un jeep que estalló en llamas con gran estruendo. Julia Elba, esposa del jardinero, llegaba a dormir todas las noches a esa casa, pero después de los enfrentamientos al otro lado del muro le dio miedo. Ella pidió permiso a los padres para ir a dormir a una salita contigua al comedor de ellos, cerca de la puerta de salida, frente a un costado de la capilla. La noche del 15 de noviembre estaba durmiendo ahí con su hija Celina, de 15 años.

Según el auto de procesamiento del Juzgado Central de Instrucción N.º 6, de la Audiencia Nacional de España, «la orden directa de asesinarlos [a los jesuitas] se dio durante la tarde del 15 de noviembre, pero es el resultado de una discusión, planificación y autorización previas». 

El presidente Cristiani estaba alojado en el Estado Mayor, pero no se sabe si asistió a las reuniones que ahí se llevaron a cabo. Cristiani, al ser presidente, también era el comandante general de la Fuerza Armada, debía haber sido consultado o debía haber tomado parte en esas reuniones. No se sabe si los militares decidieron el asesinato por su cuenta y no le consultaron al presidente o si el mandatario estaba de acuerdo con lo que sucedió.

El relato de la masacre lo dan los oficiales y los soldados que la perpetraron, según las declaraciones extrajudiciales que esas personas dieron en la Policía Nacional el día 13 de enero de 1990 cuando las apresaron y acusaron del asesinato de los padres.

«El indiciado Antonio Ramírez Ávalos Vargas dice que tiene cinco años de estar en el Batallón Atlacatl, y que se hace cargo de haber participado en el delito […]. Al declarante lo apodan Sapo o Satanás».

«El encausado Tomás Zarpate Castillo dice que se hace cargo del delito que se le imputa […]; que el teniente Espinoza le dijo que se iban a movilizar a la universidad debido a que se tenía conocimiento que la gente que ahí permanecía era terrorista y que había que eliminarla». 

«El encausado José Ricardo Espinoza Guerra dice que no se hace cargo de los hechos que se le imputan […]; que recibió orden por radio de reconcentrarse con su unidad en las instalaciones de la Escuela Militar […], con los patrullas Satanás, Maldito, Rayo y Acorralado […]; que recibió orden de presentársele al señor director de la Escuela Militar coronel Benavides […], quien les dijo [a él, al teniente Yusshy Mendoza Vallecillos y al teniente Cerritos]: “Esta es una situación en donde son ellos o somos nosotros. Vamos a comenzar por los cabecillas. Dentro del sector, nosotros tenemos la universidad y allí está Ellacuría”, y al declarante le dijo: “Vos hiciste el registro y tu gente conoce el lugar, usá el mismo dispositivo del día del registro. Hay que eliminarlo y no quiero testigos. El teniente Mendoza va a ir con ustedes como el encargado de la operación para que no haya problemas”. Espinoza le dijo al coronel Benavides: “Eso es un problema serio”, y el coronel le respondió: “No te preocupés, tenés mi apoyo”».

«El imputado Ángel Pérez Vásquez [dice] que el soldado Amaya Grimaldi, alias Pilijay, llevaba la misión de asesinar a los que ahí [en la UCA] se encontraban y que lo haría con un fusil AK-47».

«El imputado Óscar Mariano Amaya Grimaldi, alias Pilijay manifestó que se hace cargo de haber participado en la muerte de tres padres jesuitas […]. El declarante no sabía a quién iban a asesinar, pero sí suponía que verdaderamente se trataba de dirigentes terroristas […]. El oficial de la Escuela Militar le dijo: “Vos sos el hombre clave”, entendiendo el dicente que él se encargaría de matar a las personas que se encontraban en ese lugar».

Antonio Ramiro Ávalos Vargas: «Cuando llegaron a la UCA, a los 10 minutos de estar golpeando las puertas y las ventanas [de la residencia de los padres jesuitas], salió un señor chele que vestía pijama […] quien les dijo que no siguieran golpeando las puertas y ventanas, porque ellos estaban conscientes de lo que les sucedería. Luego el dicente condujo al señor a la parte de enfrente de esa residencia […], observando que en esos momentos también salían por la puerta otros cuatro señores».

José Ricardo Espinoza Guerra: «[…] que como a las cero horas con quince minutos del mismo 16, observó que el personal comenzó a llevar a un grupo de curas […], y les ordenaron que se tendieran en el gramal frente al edificio, por lo que al ver esto, el dicente optó por retirarse poco a poco de ese edificio debido a que se sintió mal por lo que estaba observando, retirándose con los ojos llorosos».

«En cuanto al imputado Yusshi René Mendoza Vallecillos […], confiesa su participación en los mismos hechos […], agrega el deponente que, cuando se encontró con el teniente Espinoza por el pasillo techado en las instalaciones de la UCA, después de haber escuchado los primeros disparos, le preguntó: “¿Qué pasa aquí?”, a lo que Espinoza le contestó: “Vámonos, vámonos, aquí les están dando a unos cabecillas terroristas”».

Antonio Ramiro Ávalos Vargas: «[…] dice que el teniente Espinoza Guerra le dijo: “¿A qué hora vas a proceder?”, entendiendo el exponente como una orden para eliminar a los cinco señores que tenían boca abajo […]; que luego se acercó al soldado Amaya Grimaldi y al oído le dijo en voz baja: “Procedamos”, por lo que de inmediato Amaya Grimaldi, con el AK-47, comenzó a dispararles a los tres señores que tenía enfrente (Ellacuría, Segundo Montes y Martín-Baró), y el exponente, con un fusil M-16 de equipo, comenzó a dispararles en la cabeza y al cuerpo a los dos restantes que tenía frente a él (Amando López y Moreno Pardo), […];  [luego] escuchó que del interior de una habitación pujaban unas personas […], por lo que le dijo al soldado Sierra Ascencio que fuera a ver […]. Estando la puerta abierta, el declarante encendió un fósforo […] observando que se encontraban dos mujeres tiradas en el suelo y quienes estaban abrazadas pujando, por lo que le ordenó al soldado Sierra Ascencio que las rematara, de tal manera que el indicado soldado, con su fusil M-16, disparó una ráfaga […] hasta que ya no pujaron».

Óscar Mariano Amaya Grimaldi: «[…] que no recuerda si esas personas dijeron algunas palabras antes de darles muerte […]; también en esos instantes escuchó la voz del teniente Espinoza, que le dio la orden al cabo Cota Hernández diciéndole:  “Metelos para adentro, aunque sea de arrastradas” […]. También en ese momento vio que una sexta persona, también del mismo sexo, salía de esas instalaciones por el pasillo y dijo: “No me vayan a matar, porque yo no pertenezco a ninguna organización”, y de inmediato este se regresa hacia adentro […]; luego el declarante […] escucha varios disparos en el interior de los locales, o sea al lado donde se había metido la persona […]; que los disparos fueron supuestamente de fusil M-16 [esa persona era el padre Joaquín López y López]”».

José Ricardo Espinoza Guerra: «[…] que luego [de haberse retirado del edificio], escuchó unas voces que decían “Rápido, rápido, démosle rápido”. Acto seguido comenzó a escuchar varios disparos […]. Momentos después [de regresar a la Escuela Militar], el señor coronel Benavides le dijo: “¿Qué te pasa? Estás preocupado”, y el dicente respondió: “Mi coronel, no me ha gustado esto que se ha hecho”, y él le dijo: “Calmate, no te preocupés, tenés mi apoyo, confía en mí”».

El teniente Espinoza Guerra fue alumno del Externado de San José, de donde se graduó de bachiller en 1979. El padre Segundo Montes fue su profesor y rector del colegio mientras él estuvo ahí. Conocía al padre Ellacuría, pues él les había dado la charla a los futuros bachilleres sobre la elección de carrera. Espinoza Guerra dirigió el cateo que se hizo en la residencia de los jesuitas el 13 de noviembre por la noche; por eso conocía el lugar y la ubicación de los cuartos de los padres que habitaban en esa residencia. También fue uno de los oficiales que dirigieron el operativo para el asesinato de los padres.

El 16 de noviembre, a las siete de la mañana, recibí una llamada telefónica: «Algo terrible les ha pasado a los padres de la UCA. Han matado a Ellacuría, a Montes, a Martín Baró, a Juan Ramón Moreno, a Amando López y al padre López y López». Antes de que terminara de decir los nombres, yo estaba llorando a gritos. Avisamos a algunos compañeros de trabajo de la UCA y nos fuimos a la universidad, en donde nos encontramos con la escena macabra que no podré olvidar jamás.

El premio que le dieron al padre Ellacuría era de $5000.00. Él los trajo en efectivo en una valija café. Los tenía en su cuarto porque en esos días todos los bancos estaban cerrados. El teniente Yusshy René Mendoza Vallecillos dijo en su declaración extrajudicial que recordaba que, cuando se encontraron por el portón de la UCA, «observó que un soldado desconocido llevaba una valija color café claro, según alcanzó a distinguir, ignorando el contenido y destino de dicha valija».

La señora Lucía de Cerna, a quien el padre Martín-Baró dio posada en una casa de la universidad que servía como depósito de libros de la imprenta, cuando oyó el ruido de la fusilería que los soldados hicieron al entrar al predio universitario, se fue a uno de los cuartos de la casa con ventanas hacia el campus de la universidad y vio a los soldados. Fue la única testigo del crimen del 16 de noviembre. Lucía escuchó al padre Martín-Baró gritar: «Esto es una injusticia, ustedes son carroña».

Los padres jesuitas pensaron mandar a Lucía con su familia a España, como una medida de protección, pero el embajador que estaba aquí en ese momento no quiso colaborar. Personas de la embajada de Estados Unidos dijeron que ellos llevarían a Lucía a ese país. Lucía y su familia se fueron en un avión francés y, para sorpresa de los franceses, un estadounidense viajó con ellos con el pretexto de que, al llegar, se encargaría de entregar a Lucía y su familia a los jesuitas que residían en Estados Unidos, quienes le darían protección y trabajo. Pero los entregó al FBI. Allí la interrogó un militar salvadoreño, que la amenazó con dañar a la familia que había quedado en El Salvador si no decía que era mentira que hubiera visto a los soldados. Lucía, atemorizada, negó todo lo que había declarado anteriormente, pero cuando estuvo bajo la protección de los jesuitas volvió a afirmar lo que vio la madrugada del 16 de noviembre.

No se sabe si los padres dijeron algo antes de morir. Una vecina, cuya casa linda con el predio donde los mataron, asegura que escuchó una salmodia; parecía que los padres rezaron antes de presentarse ante su Creador. No opusieron resistencia, pues comprendieron que era inútil. Solo el padre Martín-Baró expresó su indignación cuando gritó a sus ejecutores «esta es una injusticia, ustedes son carroña», como se dijo antes. Por ello, Lucía, que estaba frente a la ventana, lo escuchó, y «carroña» no es una palabra que tuviera en su vocabulario la empleada que se encargaba del aseo en las oficinas del edificio de Rectoría. Esta es una prueba de que sí escuchó lo que dijo Martín-Baró y de que vio a los soldados.

El asesinato de los padres jesuitas marcó el final de la guerra. Este crimen brutal hizo que Estados Unidos cesara la ayuda de más de $4000.00 millones que mandó al Ejército salvadoreño a lo largo de la contienda para mantener la guerra; también se inició una investigación de lo ocurrido por medio de un comité encabezado por el congresista Joe Mockley.

La muerte de los jesuitas, por ser intelectuales conocidos internacionalmente, fue el llamado de atención para que el mundo supiera lo que estaba sucediendo en El Salvador. Ellos fueron hombres de bien que solo querían la justicia y la paz para el país. Trabajaron incansablemente para alcanzar ese fin, pero por ello, pagaron un enorme precio: sus vidas, que se suman a las 80,000 que ofrendaron los salvadoreños para que su país tuviera, por fin, la oportunidad de iniciar el camino hacia la democracia.

* Escritora salvadoreña autora de los libros Dichos y diretes, El samovar de plata y ¿te acordás, Alfonso?, Los ecos del silencio.

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