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Conmemoración del 44 aniversario del asesinato de monseñor Oscar Arnulfo Romero.

¿Qué diría hoy Monseñor Romero?

Texto: Raquel Kanorroel*
Fotografías: Luis Galdámez

Abril 5, 2024

El pasado domingo 24 de marzo hubo un sol inclemente. No obstante, feligreses fieles a la memoria del arzobispo mártir salieron cerca del mediodía a marchar pacíficamente en varios puntos del territorio, conmemorando el 44º Aniversario de un martirio que nunca debió ser pero que fue, dado que este mundo y este país han sido —y siguen siendo— lo que son, no lo que debieran.

Martirio que, por tanto, seguramente se hubiese repetido en nuestro «nuevo» hoy.

Atrás quedó el conflicto cuyo «inicio oficial» fuera marcado precisamente por el asesinato aún impune de Monseñor Óscar Arnulfo. Ahora vivimos «en paz». Pero las raíces del conflicto, las que él tanto denunció —explotación, marginación, hambre, analfabetismo, desnutrición y «tantas otras cosas miserables que se entran por todos los poros de nuestro ser» (homilía del 9 de octubre de 1977)— siguen prácticamente intactas, aquí y alrededor del mundo, donde todo está «cambiando» para que todo siga igual. 

«Paz no es ausencia de guerra. Paz no es equilibrio de dos fuerzas que están en pleito. Paz, sobre todo, no es el signo de muerte bajo la represión cuando no se puede hablar, paz de los cementerios. La verdadera paz es aquella que se basa en la justicia, en la equidad, en el plan de Dios (…)» (homilía del 14 agosto 1977).

Hoy vivimos, pues, en una tensa calma: la propia de los regímenes de excepción. 

Y es que, tal como enfatiza el joven líder del Comité de Reconstrucción y Desarrollo Económico Social de Comunidades de Suchitoto (CRC), Edgardo Vladimir Molina, el asesinato de Monseñor es uno de esos sucesos «que no debemos olvidar bajo ninguna circunstancia. Debemos recordar los contextos en los que se dieron esos hechos tan trágicos de nuestra historia y que no estamos nada lejos de volver a repetir».

El sacerdote Héctor Joaquín Meléndez considera que actualmente «hay una persecución hacia toda forma de organización social que genere conciencia… Es una persecución que, por desgracia, no se puede obviar».

¿Pesimismo? Entonces Monseñor fue «pesimista» desde finales de los setenta hasta su muerte, pues toda su prédica de entonces tuvo como propósito evitar una guerra civil que vio claramente venir, seguro de que aún «no se había gastado el último cartucho de la razón, que la palabra todavía tenía una fuerza para liberar este país», según dijo a EFE monseñor Jesús Delgado, biógrafo de Monseñor (https://www.publico.es/internacional/martir-oscar-romero-ancla-impedia.html).

Pero podemos estar «tranquilos»: el conflicto armado de los ochenta no se repetirá, porque hoy la guerra se desarrolla precisamente bajo la fachada de la paz. Y porque la opresión ya no necesita de balas, sino de consentimiento.

Ahora vivimos «en paz». Pero las raíces del conflicto, las que él tanto denunció (…) siguen prácticamente intactas, aquí y alrededor del mundo.

Un santo con los pies en la tierra

Monseñor Romero, como todo santo genuino, no se propuso serlo: sólo fue intensa, profundamente humano, e incapaz de «mirar a otra parte», de evadirse a un cielo acartonado, como erróneamente pretendieron algunos cuando lo nombraron arzobispo, y allí radica su mayor mérito. 

«La trascendencia que la Iglesia predica no es una alienación, no es irse al cielo a pensar en la vida eterna y olvidarse de los problemas de la tierra. Es una trascendencia desde el corazón del hombre. Es meterse en el niño, meterse en el pobre, meterse en el andrajoso, en el enfermo, en la cabaña, en la choza, es ir a compartir con él. Y desde la entraña misma de la miseria, de su situación, trascenderlo, elevarlo, promoverlo, decirle: Tú no eres basura, tú no eres un marginado. Es decirle cabalmente lo contrario: Tú vales mucho» (homilía del 23 de septiembre de 1979).

Y así siguió diciendo muchas cosas incómodas —«El profeta tiene que ser molesto a la sociedad, cuando la sociedad no está con Dios» (homilía del 14 de agosto de 1977)—, hasta que el 24 de marzo de 1980 silenció sus labios la maligna pericia de un francotirador, contratado por aquéllos «molestos» con su palabra profética.

Y seis días después, un 30 de marzo (domingo de Ramos), el Cielo lo recibió con palmas junto a 40 feligreses que lo acompañaron hacia el Divino Misterio, luego de ser aplastados y asfixiados cuando el pánico poseyó a la multitud que asistía a su entierro en Catedral, pánico invocado por el sonido de las bombas y las metrallas que «nunca se sabrá» de dónde o de quiénes provinieron.

Monseñor habla hoy

Ahora, a 44 años de su martirio y 32 después de iniciada «la paz», las palabras que resonaban en las marchas en honor a su sacrificio eran a la vez viejas y nuevas: Palestina, detenidos, desaparecidos, pobreza, hambre, régimen de excepción… ¿Qué habría dicho él ahora al respecto?

Palestina:

«(…) ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: “No matar” […] En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!» (homilía del 23 de marzo de 1980).

Detenidos, desaparecidos:

«Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello contra los derechos humanos» (homilía del 28 de agosto de 1977).

«Porque me decía un pobrecito una frase que no se les va a olvidar a ustedes, como no se me olvida a mí: “Es que la ley, Monseñor, es como la culebra, que solo pica a los que andamos descalzos”» (homilía del 20 de agosto de 1978).

Monseñor Romero, como todo santo genuino, no se propuso serlo: sólo fue intensa, profundamente humano, e incapaz de «mirar a otra parte».

Hambre, pobreza: 

«No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada […] De Dios es la voluntad que todos sus hijos sean felices» (homilía del 10 de septiembre de 1978).

«(…) La existencia, pues, de la pobreza como carencia de lo necesario, es una denuncia (…) Los que han hecho el gran mal son los que han hecho posible tan horrorosa injusticia social en que vive nuestro pueblo» (homilía del 17 de febrero de 1980).

Régimen de excepción:

«(…) la Iglesia no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social. Si callara, la Iglesia sería cómplice con el que se margina y duerme un conformismo enfermizo, pecaminoso, o con el que se aprovecha de ese adormecimiento del pueblo para abusar y acaparar económicamente, políticamente, y marginar una inmensa mayoría del pueblo» (homilía del 24 de julio 1977).

¿Quería Monseñor ser mártir?

¿Habrá algún mártir que haya querido serlo? 

No, lo que personas como Óscar Arnulfo Romero quieren es Verdad y Justicia, con mayúscula. Y en un mundo en el que la mentira es un requisito para sobrevivir o «tener éxito», donde la injusticia es aceptada simplemente porque «siempre fue así», amar a aquéllas no puede significar otra cosa que una sentencia de muerte… o de soledad, como la que él sintió en su momento en el seno mismo de la Iglesia que después lo canonizó. 

«No le tengamos miedo a quedarnos solos, si es en honor a la verdad», expresó en su homilía del 25 de noviembre de 1979. Y en la del 2 de marzo de 1980: «La verdad físicamente puede ser muy débil como el pequeño David; pero por más grande, por más armada que se ponga la mentira, no es más que un fantástico Goliat que caerá por tierra bajo la pedrada de la verdad». 

«Es lástima tener unos medios de comunicación tan vendidos a las condiciones. Es lástima no poder confiar en la noticia del periódico o de la televisión o de la radio porque todo está comprado, está amañado y no se dice la verdad» (homilía del 2 de abril de 1978).

«Un periodista o dice la verdad o no es periodista» (26 de julio 1979)

Seguramente, pues, nuestro Arzobispo hubiese querido envejecer dando misas en la Capilla del Hospital Divina Providencia, bromeando y tomando café con pan por las tardes con las monjitas, o en su natal Ciudad Barrios, recordando sus años mozos con los vecinos y degustando su comida favorita: «niño perdido», carne molida con huevo duro.

Pero no. Dado que este mundo y este país han sido y siguen siendo lo que son y que él era como era, murió prematuramente de una bala en el pecho, pecho que albergó siempre un cálido corazón y no una fría calculadora de componendas: «Todo aquel que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda esa carne que sufre, tiene cerca a Dios», expresó en su homilía del 5 de febrero de 1978.

El sistema que nuestro Santo de América dijo el 15 de julio de 1979 que había que «cambiar de raíz» todavía continúa, aquí y en todo el globo.

Y es que los mártires, aunque no quieren ser tales, se exponen sin embargo a la muerte para defender la vida: «Este es el pensamiento fundamental de mi predicación: nada me importa tanto como la vida humana», manifestó en su homilía del 16 de marzo de 1980, precisamente cuando la Parca cabalgaba veloz a su encuentro.

Él la presentía, pero la paz lo embargaba, porque «(…) como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño», profetizó durante el mismo mes de su martirio. Y medio año antes, el 2 de septiembre de 1979, preguntaba: «Si morimos con la conciencia tranquila, con el corazón limpio de haber producido sólo obras de bondad, ¿qué me puede hacer la muerte?».

Se busca un profeta

«Hoy la resistencia y la lucha serán sobre todo por el agua y por la dignidad de tener un pensamiento libre, consciente, reflexivo», manifiesta el padre Joaquín Meléndez. «Personas con esta actitud tarde o temprano estorban a los que quieren adormecer al pueblo».

Como Monseñor Romero.

«Se necesita una gran dosis de amor a la comunidad, una gran valentía que nace precisamente de ese amor a la comunidad. Se necesita conciencia y resistencia para generar transformaciones» agregó el sacerdote Meléndez.

De nuevo, como Monseñor Romero. ¿Pero cuántos cómo él hay ahora?

De manera que el sistema que nuestro Santo de América dijo el 15 de julio de 1979 que había que «cambiar de raíz» todavía continúa, aquí y en todo el globo; aunque hoy asolapado y rastrero, como la serpiente que le muerde el pie al descalzo. 

Pero, eso sí, siempre inclemente, como el sol del pasado domingo 24 de marzo, al que los fieles de San Romero retaron como él retó al sistema.

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