Claudia Perla *
Julio 28, 2023
Un video sobre el mango twist
La profesión del periodismo casi siempre trae aventuras, incluso en la época de estudiantes. Quizás ese es uno de los atractivos que ofrece para quienes deciden dedicarse a ella. En 1993, llevaba la materia de Video con un profesor español llamado Ferran Caum. Después de estudiar lo básico en el salón de clases, nuestro docente nos dejó de tarea
hacer un video de unos 5 a 10 minutos sobre un tema que cada equipo podía elegir. El prerrequisito era entregarle a él, previamente, una “planificación”, es decir, el nombre del
video, el objetivo y el guión: texto e imágenes previstas, encuadres, tiempos y todo. Una aproximación.
Mi equipo lo conformábamos tres grandes amigas: Xiomara, Carmen y yo. Xiomara y Carmen colaboraban en ese tiempo con una de las radios de la exguerrilla, y yo, en una organización no gubernamental. Las tres, en especial mis dos amigas, llevábamos una vida intensa, como decimos aquí, un “desvergue” de vidas, así que no habíamos elaborado el prerrequisito, pero muy sinvergüenzamente nos presentamos el día estipulado en la universidad a sacar la cámara, el trípode y el micrófono que teníamos asignado para hacer nuestra tarea.
Llegamos corriendo y quisimos salir corriendo para que no nos preguntaran nada. Pero nos “atraparon” en la huída. Carmen, la ocurrente del grupo, había dicho que hiciéramos un video sobre el mango twist, quizás por decir algo, así que, cuando Ferrán preguntó le dijimos de una manera muy ambigua y sin detenernos que haríamos un video sobre el mango con chile. No le pareció suficiente, pero sin hacer mucho caso continuamos nuestra huída cargadas con los equipos. Nos logramos ir.
La idea de Ferran era que ningún equipo de periodistas sale a la calle sin una planificación o previsión de lo que se va a hacer. Importante lección. Nosotras hicimos todo lo contrario. Comenzamos a vagar por las calles de San Salvador, por escuelas y colegios, en un pick up Datsun 1200 que yo tenía en ese entonces, a ver si veíamos algo que remotamente valiera la pena para armar un video corto.
Cerca del mediodía, llegamos a los alrededores del Mercado San Miguelito. Luego, pasamos por un colegio de religiosas que está allí cerca, y vimos a las estudiantes saliendo, las ventas que se ponen afuera y nos llamó la atención un joven con un carrito que vendía mango twist, es decir, ese mango que con una maquinita lo hacen tiras largas y las meten en una bolsa plástica, donde lo aderezan con diferentes condimentos. Parqueamos el carro y salimos con nuestros implementos.
Nos acercamos al joven, le sacamos plática y le preguntamos si le podíamos tomar video al proceso de preparación del mango. El joven, un muchacho moreno, cabello bien recortado, vestido con una camisa de cuello y un pantalón de lona, fue muy amable y conversador. Comenzamos a grabar. Vi que mi compañera Xiomara, no sé cómo lo pensó, hizo un zoom al reloj de la Iglesia Don Rúa que se veía a lo lejos, luego abriendo un poco bajó hasta llegar al joven con su carrito de mango en esa acera donde estábamos. Excelente toma para ubicar geográficamente el lugar.
La idea de Ferran era que ningún equipo de periodistas sale a la calle sin una planificación o previsión de lo que va a hacer. Importante lección. Nosotras hicimos todo lo contrario.
Empezamos a hacerle las preguntas lógicas que nos sacamos de la manga: ¿Cuándo empezó a vender mango? ¿Cómo empezó? ¿Por qué se dedica a eso?
El joven nos contó una historia de película: que era hijo de un abogado, que estudiaba en el Colegio García Flamenco (uno de los colegios privados más prestigiosos), que siempre se peleaba con su papá hasta que al final se fue de la casa o su padre lo echó, no recuerdo. Que mientras estudiaba en el García Flamenco se había hecho amigo del señor que vendía mango twist a la salida de ese centro educativo y que ese señor le enseñó a preparar y a vender el mango de esa forma.
Hicimos varias tomas de los pasos que él seguía para preparar el mango: desde que lo ponía en la maquinita, lo pelaba, sacaba las tiras que caían en un huacalito, las metía en la bolsa plástica, les ponía la salsa café, un chorrito de limón, alguashte, sal, salsa roja picante al gusto y lo entregaba a la niña que le estuviera comprando.
No sabíamos qué pensar, pero lo que sí observamos fue que su carrito estaba limpio, los botes con los aderezos bien aseados y protegidos de las moscas. No era cualquier vendedor de mango, eso sí era seguro.
Al terminar la conversación, nos fuimos a guardar el equipo de video a la universidad. El profesor nos preguntó cómo nos había ido y de qué era nuestro trabajo. Le comentamos en breve, y dijo algo como que si bien lo de la preparación del mango twist no daba para un tema, el complemento con un relato como el de ese joven sí podría hacer una verdadera “historia”.
Después fue ver las tomas, anotar los tiempos, editar, redactar el contenido, etc., hasta que quedó listo el video, uno de nuestros mejores recuerdos que, si no me equivoco, ya no existen en la universidad.
Una siesta en la tradicional hamaca, con aire fresco incorporado. Foto: Claudia Perla
Baños de lodo camino a Usulután
Allá por 1993, después de la firma de los Acuerdos de Paz en El Salvador, estudiaba periodismo y, como parte de una de las tareas de la materia Fotografía, que nos daba el español Javier Obach, decidimos, con varias amigas y compañeras, viajar a Ciudad Romero, en El Zamorán, Usulután. Era una comunidad de repobladores que, durante la guerra, se habían refugiado en Panamá y habían regresado a El Salvador, en varias tandas, al finalizar el conflicto armado.
Unas compañeras y amigas, Xiomara, Nancy y Heydi, acostumbraban viajar a esa comunidad con compañeros del Servicio Jesuita para Refugiados, así que ellas fueron el “contacto” para ir a Ciudad Romero. La tarea consistía en tomar fotografías según los parámetros que nuestro profesor nos había dado: encuadres, planos, profundidad de campo, etc. La universidad nos proporcionaba las cámaras semiprofesionales que usaríamos.
Estábamos en pleno invierno. Salimos muy temprano en la mañana y nos unimos al grupo del Servicio Jesuita para ir a la comunidad en un pequeño camión. El viaje transcurrió sin percances hasta que nos desviamos al camino de tierra que conducía a la repoblación. El camino estaba chagüitoso, es decir, muy lodoso, pues las lluvias eran frecuentes.
Al llegar a una curva bastante amplia, encontramos otro camión y un pick up que se habían quedado pegados en el lodazal y hacían esfuerzos por salir sin lograrlo. No sé si alguien pensó que nos podía pasar lo mismo, pero así fue. Todos nos bajamos y el motorista comenzó a maniobrar para salir, pero sin ningún resultado.
Probamos de todo: nos volvimos a subir para ver si el peso en la parte de atrás del camión hacía que las llantas de atrás tocaran el suelo con más firmeza. Luego, algunas compañeras pensaron en pararse por el lado de afuera de la cama, a ver si el peso en ese lugar ayudaba más. El motorista arrancaba y aceleraba, mientras una lluvia de lodo salía chispiando de las llantas y bañaba por completo a mis compañeras. Nada.
Al poco rato, pasó un pick up de ONUSAL, y muy solidariamente intentaron jalar el camioncito con lazos, con el resultado de que también se pegaron. Ya habíamos cuatro vehículos atascados en el lodazal.
Todos los tripulantes, excepto yo —que estaba recién parida y sentía el instinto de cuidarme—, comenzaron a empujar el camión por detrás, mientras otros lo jalaban con las cuerdas por delante. Más baños de lodo y nada. Otros pick up pasaban, pero ya no dejábamos que intentaran ayudar porque sabíamos que se quedarían pegados también. Sin embargo, les pedimos que llevaran el mensaje de que estábamos en esa dificultad y que llegaríamos tarde. Alguno de ellos mencionó que enviarían un camión bien fuerte que tenía no sé quién, para que nos sacara a todos.
Al poco rato, pasó un pick up de ONUSAL, y muy solidariamente intentaron jalarnos con lazos, con el resultado de que también se quedaron pegados en el lodazal.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, quizás una o dos horas. Yo me había ubicado a un lado del camino, en una sombra, y veía todo el espectáculo pensando qué hacer. Con nosotros viajaban algunos habitantes de Ciudad Romero, entre ellos, uno de los líderes, de nombre Leno. No sé de dónde se me ocurrió, pero de tanto ver que empujaban y jalaban hacia adelante una y otra vez, se me vino una idea. Pregunté a Xiomara cómo se llamaba el líder de la comunidad y grité: “¡Leno!, ¡démosle para atrás!”.
Quizás, como ya nadie sabía qué hacer, Leno comenzó a decirles que empujaran hacia atrás. Uno de los jóvenes del Servicio Jesuita preguntó: “¿El qué? ¿qué quieren hacer?”, y, luego de escuchar la idea dijo: “Lo que sea, lo que sea”, así que todos cambiaron de lugar hacia la parte frontal del camioncito, el motorista metió retroceso y el vehículo comenzó a moverse hacia atrás.
Lo que sucedía era que, de tanto acelerar para salir, las llantas, al rodar en el mismo lugar, habían escarbado hoyos algo profundos en el lodazal y el camioncito se había hundido, por lo que, para salir hacia adelante, se debía salir de esos hoyos. En cambio, para atrás, no había tanto desnivel. Por eso dicen que, al alejarse de una situación (en este caso literalmente) se pueden ver otras perspectivas.
Sin zapatos, con piscucha a contraviento. Foto: Claudia Perla
El camioncito salió en reversa, y todos celebramos que lo habíamos conseguido. Nos volvimos a subir. Los que más se habían expuesto al pararse por fuera de la cama del camión tenían hasta el pelo y las pestañas cubiertas de lodo, pero felices.
Llegamos a Ciudad Romero al final de la mañana. El lugar era una gran planicie con muchas carpas de plástico color celeste. Allí vivían las familias en medio del lodo y de una gran precariedad. Los chiquitos andaban chulones jugando por todo ese campo. Nuestras amigas, Xiomara, Heydi y Nancy, nos presentaron a algunos de los campesinos, señoras, jóvenes también, quienes nos recibían con sonrisas y con mucha amabilidad nos ofrecían lo que tuvieran a la mano para sentarnos. En realidad no tenían casi nada.
Al inicio de la tarde, dos de nuestras compañeras de periodismo nos confiaron que tenían un mal de orín terrible, es decir, dolor en la vejiga, la espalda y ardor en la uretra. ¿Qué podíamos hacer? El plan era regresar a San Salvador hasta el día siguiente y por allí no había ningún poblado cercano donde buscar una farmacia.
Comenzamos a preguntar a algunas familias de más confianza. Alguien recomendó atarse unos hilos de matas de huerta en los tobillos y en los dedos gordos de los pies. Era un remedio casero. En nuestra desesperación, nadie dudó de la receta y cortamos los hilos de huertas que mis compañeras se amarraron con gran esperanza en los lugares que nos habían indicado. También tomaron agua suficiente, pero la gran insolación estaba cobrando su precio. Algo que ayudó fue que, en la noche, al abrigo de la oscuridad, varias lavaron la ropa para quitarle el lodo y se bañaron con el agua fresca de unos barriles.
Al día siguiente, hicimos nuestra tarea turnándonos en el uso de las cámaras. Varios niños nos seguían, jugando y riendo, era una novedad para ellos.
Al amanecer, el mal de orín solo había dejado una leve irritación, luego llegó la hora de regresar a San Salvador. El camino estaba menos chagüitoso y no nos pegamos.
Mis compañeras Nacy, Xiomara y Heidy continuaron visitando Ciudad Romero los fines de semana, pues era parte de la solidaridad que muchos intentaron mostrar a estas comunidades que habían sufrido tanto durante la guerra, luego en los campamentos de refugiados en Panamá, Honduras o algún otro país de Centro América, y que habían retornado, no a su lugar de origen, sino a uno nuevo, que les era ajeno, pero que habían elegido para volver a comenzar desde cero.
* Editora, periodista y diseñadora gráfica
Queremos garantizar información de calidad en línea. Con su contribución, podremos mantener Espacio Revista gratuita y accesible para todos.
©Derechos Reservados 2022-23 ESPACIO COMUNICACIONES, LLC