Ilustración: Luis Galdámez

Caracortada en La Ramada:
historia de un botellazo

Edgardo Ayala *

Julio 28, 2023

Que el gremio periodístico sea uno de los más asiduos a las bebidas espirituosas es una verdad incontrovertible, casi una ley natural. Quienes se dedican a este oficio —noble, se suele decir— viven bajo una presión física y sicológica a veces extrema, producto de las historias que hay que atestiguar y contar:

masacres, terremotos y otras catástrofes naturales, golpes de Estado, ofensivas guerrilleras, accidentes viales y aéreos que dejan un reguero de muertos, más un largo y deprimente etcétera.

Es contar el drama humano, pues. Y para relajarse, no hay como un buen trago. O a lo mejor todo es una excusa, a secas, para beber.

Sea como fuere, el caso es que un día de 1996 llamé por teléfono a Thomas Long, colega periodista y amigo, y quedamos de echarnos un par en La Ventana, en la San Antonio Abad. Nos reunimos ahí al caer la noche. Y ahí estaba ya, alegre, Óscar Alas, que nos hizo espacio en la barra. El lugar estaba abarrotado, como siempre, de los mismos parroquianos.

Long era un periodista estadounidense que había llegado al país a principios de los 80, para cubrir la guerra civil.

Los dos Cheles

No recuerdo cómo o cuándo conocí a Oscar, el Chele Alas, como lo llamábamos cariñosamente. Quizá fue en alguna conferencia de prensa o, lo más seguro, en alguna de las fiestas entre periodistas que brotaban espontáneamente los viernes o sábados por todo San Salvador.

A Long también le decíamos Chele, en la redacción de Primera Plana, medio que nació en 1995 y cerró ese mismo año por motivos que no vienen al caso contar aquí. 

Pero él era el Chele Tomás, o más afectuosamente, el Chele Papaya, como lo bautizamos en modo jodarria, en alusión al mítico pistolero que junto a su banda de forajidos —agentes de la entonces Policía Nacional— asaltó en junio de 1994 un camión blindado que se disponía a proveer de efectivo a una sucursal del entonces Banco de Comercio, en la Rubén Darío.

El Chele Alas era de estatura media, de complexión robusta y el pelo ondulado y claro, tirando a rubio. Un conversador empedernido, de trato amable, siempre dispuesto a ayudar. Un tipazo.

Él era el Chele Tomás, o más afectuosamente, el Chele Papaya, como lo bautizamos en modo jodarria, en alusión al mítico pistolero que junto a su banda de forajidos —agentes de la entonces Policía Nacional— asaltó en junio de 1994 un camión blindado en la Rubén Darío.

Long era chele gringo, de cara alargada y ojos azul profundo, con una calvicie de cura en la coronilla. Solía recorrer la noche (y los bares) en su pick up GMC de los años 50, al que apodamos el Papayamóvil.

Amante de la cerveza y la buena música, su conocimiento del blues, de los ritmos africanos y de los Grateful Dead era interminable.

Foto: Giuseppe Dezza

Solo un par más y al camino

A eso de la medianoche llegó la hora de marcharse, el bar ya cerraba. Y entonces el Chele Alas dijo: “Vamos al Centro, solo un par más y al camino”.

Propuse ir a La Ramada, un bar de mala muerte en la esquina de la avenida España y la Juan Pablo II. Había estado ahí un par de veces, cuando fui reportero de La Noticia —el del bombón— que quedaba, convenientemente, a solo una cuadra. 

Entramos a La Ramada, que ya vomitaba alcohol, cumbias y sudor.

El ambiente era carnavalesco, lleno de lustrabotas, vendedores ambulantes, ladronzuelos de poca monta, albañiles desempleados y las prostitutas de la zona.

Nos instalamos en una mesa, en las orillas de una pequeña pista de baile. Al fondo había una tarima en la que una orquestita desafinada tocaba cumbias, boleros y cualquier canción que pagaran los clientes, por diez colones.

Pedimos la primera ronda, que se hicieron varias más al pasar los minutos y las horas. Yuca frita con pepescas, de boca.

Long, el Chele Alas y yo reíamos, quién sabe de qué tontería, cuando llegó a la mesa la joven vocalista de la orquesta, a preguntar si alguno de nosotros deseaba que ella cantara una canción.

Atizado por el alcohol, Long recordó a un viejo amor y dijo: 

— ¿Se sabe alguna de Isabel Pantoja?

— Claro que sí, le tenemos “Así fue”.

—Esa quiero, la que dice “no te aferres, a un imposible”.

—Ahorita mismo se la cantamos.

La mujer se fue y subió al escenario.

Nosotros seguimos en lo nuestro, sin percatarnos muy bien del tiempo ni de la música. De repente llegó la mujer, nuevamente, nos interrumpió la plática y dijo al gringo:

—Vaya, ojalá le haya gustado, son diez colones.

Long chupó del cigarro que fumaba, echó el humo hacia el cielo, y espetó:

—¿Y usted quién es?

—¿Qué? ¿Cómo que quién soy?, le acabo de cantar la canción que usted pidió, de Isabel Pantoja.

—Ah, cierto, pero no la ha cantado aún, nosotros no la hemos oído —dijo Long.

—No la oyeron de tan averga que están. Pero ya la tocamos, ahora págenme, por favor —respondió la mujer.

—Momento, usted nos quiere ver la cara —continuó Long.

Se armó una discusión que fue encendiéndose cada vez más, aunque nadie se percataba porque el lugar era un remolino de baile y rumba, con la música de la rocola.

Terció el Chele Alas:

—¿Está segura que ya la cantó? En serio, no la hemos oído.

Ella respondió:

—Paguen o habrá problemas, carevergas.

Cuando vieron que la cosa se tornaba fea, se dejaron venir con todas las intenciones de resolver el problema de la peor manera, a puñetazos.

La discusión se puso más intensa y amenazaba con salirse de control. La muchacha nos gritaba e insultaba a mansalva.

Los músicos de la orquestita, unos tipos malencarados, habían estado observando atentos desde la tarima. 

Y cuando vieron que la cosa se tornaba fea, se dejaron venir con todas las intenciones de resolver el problema de la peor manera, a puñetazos. Tres de ellos agarraron unos objetos contundentes que no logré definir desde nuestra mesa.

La muchacha cantante seguía gritando contra nosotros, el Chele Alas, tratando de calmarla y Long, insistiendo en que no había cantado el éxito de Pantoja, cuando los músicos ya estaban casi en la mesa. 

Por instinto, agarré un envase de Pilsener con la malsana intención de lanzárselo al primero de los fulanos, que ya avanzaba echando chispas, abriéndose paso entre parejas que seguían bailando cumbias de Pastor López. 

Con el envase en mi mano, agarré impulso con el brazo, pero con tan mala suerte que fue a impactar contra la ceja derecha del Chele Alas, que estaba atrás.

La sangre brotó profusamente. Y al ver esto, me olvidé de los atacantes y nos centramos con Long en cómo auxiliar a nuestro amigo.

Los músicos ya estaban a dos pasos de la mesa, con ganas de tumbarnos a golpes, cuando apareció de la nada una señora gorda, colocha y de brazos y manos robustas, llenas de anillos de oro. 

Ella regentaba el negocio, y de inmediato puso orden: que no nos fueran a tocar, les dijo a los fulanos, que éramos clientes importantes para ella, para el lugar. No era cierto, lo dijo para salvarnos de la paliza.

Los músicos y la cantante se retiraron refunfuñando, sin poder reventarnos las caras.

La señora giró instrucciones a una de las meseras para que trajera alcohol y unos algodones, y fueron ellas las que detuvieron la hemorragia. Consiguieron una curita y la pegaron en la ceja del Chele. Le agradecimos infinitamente.

Nos bebimos un par más y a las 7 de la mañana nos largamos de ahí.

Corolario

El Chele Alas se llevó a la tumba la cicatriz que le marqué, sin querer, en la ceja, y por lo que seguí disculpándome al pasar los meses y los años.

Él respondía, con una sonrisa: “No pasa nada, tranquilo, es como una medalla de guerra”.

Óscar Alas murió en septiembre de 2012 y este relato, aunque irreverente, tiene toda la intención de ser un homenaje a su memoria. Fue uno de los mejores reporteros televisivos del país.

También es un homenaje a mis amigos periodistas, bohemios recalcitrantes, que ya nos dejaron.

Long vive en Bangkok, Tailandia.

* Periodista salvadoreño

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