Entrevista

¿Qué ves cuando me ves?

Saltimbanquis de la identidad nacional en la obra de Antonio Bonilla

Nayda Acevedo Medrano *
Fotos: Giuseppe Dezza

Enero 26, 2024

En esta entrevista con Antonio Bonilla, Nayda Acevedo nos lleva por la vida del artista desde su infancia en el Barrio San Jacinto hasta su viaje a México, su retorno a El Salvador y las décadas en que su trabajo fue reconocido internacionalmente.

Desde la izquierda, arriba, recostada sobre un arco, una mujer desnuda con la mano en el pubis nos mira directamente, sin tapujos. Al otro extremo, de espaldas a la mujer, un hombre mira de reojo, con una expresión entre lasciva y avergonzada. De las piernas abiertas, sobresale su pene, y su brazo, hacia adelante, está escondido con recelo. En medio de ambos la frase «Los siete pecados capitales»

Dominando el resto de la escena hay otros personajes. Se trata de seres deformes, de facciones grotescas y rostro duplicado (a la manera de Jano), cada uno de los cuales muestra personalidades opuestas contenidas en un mismo espíritu.

El primero es la ira. La nariz afilada es la frontera entre unos ojos profundamente expresivos y los trazos de la boca, de la cual siempre sobresalen los dientes, que muestran profundo miedo.

Entre sus manos, un cuchillo descarga toneladas de fuerza irracional.

Levemente abajo, la figura militar, prolijamente vestida de uniforme, exuda soberbia. El mentón levantado denota aire de grandeza sobre los demás, de superioridad, pero su contracara expresa vergüenza.

Entre plumas, con la típica camisa a rayas, un hombre bosteza. Sus ojos cerrados indican que no le importa nada lo que suceda a su alrededor: es la pereza.

Otro hombre mira con desdén al que bosteza (la pereza), pero destaca su contracara, de cuya boca sobresale una lengua puntiaguda deseosa de más. Abraza una caja fuerte, lame la caja fuerte, es la avaricia.

Más abajo, una descaradamente abierta figura de mujer toca su entrepierna. Sus pechos erguidos, voluptuosos, firmes, desafían a quien los ve; su rostro grotesco acentúa unos ojos desorbitados y una lengua insaciable, sedienta de lamer los excesos del placer con lujuria.

En el extremo izquierdo se muestra la doble cara de la envidia, que susurra y escucha. Mientras uno de los rostros susurra «quiero eso», su boca torva reacciona y sus ojos muestran ese loco y vacío odio a lo que otro es, lo que otro posee, lo que otro vive. Su contraparte, la otra cara de la moneda, escucha las provocaciones y mira con la suspicacia del deseo oculto.

Un poco más arriba, del mismo lado izquierdo, un hombre llena su boca compulsivamente. La mano sujeta con determinación lo que podría ser su alimento de forma fálica. Se atraca la boca, pero sus ojos muestran placer; por su parte, el rostro de su otro extremo da una profusa mordida al hombro de Antonio Bonilla, quien con un rostro sin expresión, escéptico y al centro de la postal, atestigua la aberración humana representada en estos siete dibujos.

Se trata de una de las ocho piezas de la serie Los siete pecados capitales, del pintor Antonio Bonilla.

Y es que Antonio es la protesta frente a la mojigatería y el conservadurismo de la sociedad salvadoreña. Es la voz que esculpe y pinta, es el grito desesperado de lo que no nos gusta ver y nos lo muestra sin tapujos, sin medios tonos, crudamente representado. Es la manifestación fea, sarcástica de la doble moral, es la repulsión al gran capital que explota y a las fuerzas militares que reprimen y asesinan, ambas de la mano y con la venia de una corrupta Iglesia representada por sus más altos simbolismos entre uniformes y vestimentas. Es, en resumen, la voz crítica de un sistema que mata y se vanagloria de ello, que ha perdido su humanidad. Es la mofa al poder, el asco a la ridiculización a esas figuras emblemáticas a las cuales todo un orden mundial aún guarda culto.

Fue con Figac con quien se introdujo en las conversaciones ideológicas y geopolíticas, así como a la comprensión de la bipolaridad del mundo de aquel entonces.

Un autodidacta en ciernes

La propuesta de Bonilla no nace de la nada. Su mente, afilada como cuchillos, se rodeó desde muy joven de personas críticas de la realidad, cultivando su propia comprensión del mundo. Creció en la Avenida Cuba, en pleno San Jacinto, con un padre presente-ausente que a pesar de apoyarle pensó siempre que su brillante futuro debía ser la arquitectura.

Su primer recuerdo premonitorio ronda la sensación de disfrute provocada por ver una película o documental sobre Vincent Van Gogh en blanco y negro y suma: «Aunque empecé leyendo y viendo paquines», como para acuñar que desde muy pequeño se convirtió en lector empedernido y asume que ser autodidacta fue una decisión consciente, devenida por el universo de la literatura en todas sus ramas.

No recuerda su primer cuadro, sin embargo, su tercer curso en el Colegio Salvadoreño Alemán le marcó por dos hechos: su participación en una huelga estudiantil para defender derechos y su asistencia a las diversas jornadas culturales promovidas por el profesor Francisco Figac, mentor a la usanza del buen John Keating, evocando la Sociedad de los poetas muertos. Esa complicidad era sellada por las largas conversaciones sobre libros, las cuales trascendían del colegio a aquel Café La Corona, ubicado en la Avenida España, en pleno centro de San Salvador.

Fue con Figac con quien se introdujo a las conversaciones ideológicas y geopolíticas, así como a la comprensión de la bipolaridad del mundo de aquel entonces. Mencionar a China y a Estados Unidos en las tertulias dejaba de ser tabú, sobre todo si se sumaban a ellas otras personalidades que posteriormente liderarían un pensamiento político definido en favor de la acción y la denuncia de injusticias basadas en las desigualdades e inequidades. Aprendió así a observar, a escuchar, que es clave en cualquier manifestación del arte. Durante sus estudios en este colegio conoció también a Miguel Ángel Orellana, a quien le presentó sus primeros dibujos, una réplica de Joan Miró. El maestro dió cuenta del gusto poco común de Antonio y le acompañó en esos sus primeros pasos.

No fue larga su estadía en el Colegio Salvadoreño Alemán. Luego de su expulsión a causa de diversas escapadas del colegio con el grupo de amigos, sigue sus estudios en el Colegio Bautista. Estas escapadas eran para ir a ver exposiciones de pintura en la Sala Nacional o en el Centro Cultural de Estados Unidos, la Alianza Francesa, La Casa del Arte y es así como conoce a pintores de la talla de Camilo Minero y José Mejía Vides.

Para ese tiempo (1970) se realiza el Primer Encuentro Estudiantil de Artes, en el cual gana el primer lugar en pintura sin ser un estudiante de arte. Parte del premio era una beca en el Centro Nacional de Arte que Bonilla rechaza, convencido que su camino iba más allá de la educación formal cultivándose desde su propia elección de técnicas pictóricas y fortaleciendo su empeño por mantener su sello.

Su temática estuvo siempre vinculada a lo social, refleja la realidad y reúne situaciones que hacían palpar los dolores, las carencias.

En esa década, dadas las diferentes intervenciones militares a la Universidad de El Salvador, empieza a participar en El Jardín del Arte, un espacio alternativo en la avenida Roosevelt, en la acera del parque Cuscatlán, que servía de galería para la presentación de obras de Camilo Minero, Raúl Elas Reyes, Miguel Ángel Orellana, Julio Hernandéz Alemán, Napoleón López, Ricardo Ramirez Melara y otros y entre ellos Antonio Bonilla, el más joven de los exponentes. Entre risas recuerda que había cierta expectativa ante el público que transitaba y la forma en la que se recibiría el arte. «Yo casi sentía que los aficionados que regresaban del estadio Flor Blanca nos iban a tirar bolsas, pero no, se vendía y quienes lograban venta invitaban a las cervezas a los que no habíamos vendido», dice entre carcajadas de recuerdos.

Atendiendo el deseo de su padre, se matricula finalmente en la Universidad de El Salvador en la carrera de Arquitectura, misma que deja más adelante pero donde presenta sus trabajos ya en exposiciones. Antonio nunca fue paisajista o de trazos románticos y elegantes. Su temática fue siempre vinculada a lo social, reflejando la realidad y reuniendo situaciones que hacían palpar los dolores, las carencias.

Una serie de sus obras presentadas en exposición en la Universidad de El Salvador en los años setenta se tituló Angustias, como fiel reflejo de lo que observaba en la gente común, en la sociedad salvadoreña. De esta serie recuerda “Ítalo López Vallecillos estaba en esta exposición cuando de pronto ve a un campesino frente a mis cuadros. Se le acercó y le preguntó qué veía, qué sentía cuando veía ese cuadro, a lo que el campesino le contestó: «Es como si fuera yo, es como si me estuviera viendo». Uno de esos cuadros representaba a un campesino saliendo de una botella, con un nudo en el estómago y con los ojos vendados; el cuadro de a la par era la misma figura del campesino en la botella, pero el cuello del campesino estaba ahora atorado en el mismo cuello de la botella, solo pudiendo sobresalir su cabeza con los ojos vendados.

En esa época deja la carrera de arquitectura en la universidad y entra a trabajar al Centro Nacional de Tecnología Agropecuaria (CENTA). Quien dirigía el Ministerio de Agricultura durante ese periodo era Enrique Álvarez Córdova, una de las personas más comprometidas con causas sociales y conoce ahí, además, al poeta Hildebrando Juárez. Paralelamente mantiene sus exposiciones en diferentes espacios, entre ellos, la galería de Manuel Elías y ahí conoce al agregado cultural de México, con quien cultiva una importante amistad. De ese tiempo comenta que una de las cosas más desafiantes que sucedían en ese entorno era que dentro de las exposiciones de pronto irrumpía un mariachi entonando el toque de queda. Todos los participantes quedaban en shock ante el humor negro y retador que se destilaba.

Entre mediados de esa década de los setenta y entrando a la de 1980, se daban cita diversos escritores y pintores en el café Skandia del Gran Hotel San Salvador, en el centro de la capital. Rafael Mendoza, Camilo Minero que eventualmente llegaba, Ricardo Castro Rivas, Hilda Levín, David Hernández, Ricardo Melara, eran algunos de los que llegaban. Una de las frases contundentes dichas por Bonilla en esta entrevista, gira alrededor del carácter premonitorio de muchas de las obras que se presentaban en ese contexto: dolores profundos, desde el ADN, acompañados de violencias, de asesinatos, de hambre, de masacres. «Pintábamos y escribíamos sobre gente mutilada, era como adelantarnos a los hechos que sucedieron después».

Trae a la memoria y comparte que el día de la fatídica acción violenta contra los estudiantes aquel 30 de Julio de 1975, Jaime Suárez Quemain, un periodista y poeta salvadoreño miembro del colectivo literario La Cebolla Púrpura, dio un discurso en la plaza cívica y declamó sus poemas. Jaime se unía a las reuniones del café Skandia y ese sería su último recuerdo de él.

«Pintábamos y escribíamos sobre gente mutilada, era como adelantarnos a los hechos que sucedieron después». Antonio Bonilla.

Llega a México

En un viaje de turismo realizado a México en 1975, decide quedarse un tiempo más ya de manera indocumentada. México le abre las puertas y realiza varias exposiciones. Se radica en la Sierra Norte de Puebla, en Pahuatlán, un lugar rodeado de montañas en las que por un lado vivía la comunidad indígena otomí y por el otro lado, la comunidad náhuatl. Recuerda perfectamente que en alguna ocasión saliendo de un programa de entrevistas matutinas en el que había conversado sobre la situación de El Salvador, en Televisa, se acercó una camioneta de lujo. Adentro, un ejecutivo con corbata les gritó «comunistas». Al principio le generó risas, pero poco a poco fue sintiendo que el enojo se apoderaba de él y en un golpe de rabia tomó al ejecutivo de la corbata. El pintor Oscar Soles acudió a separarlo, ya para ese entonces el compromiso del artista estaba clarísimo. Había que cuidarse más por esos días. Él estaba con un estatus ilegal y ya su nombre aparecía en los periódicos, no necesariamente por sus pinturas.

Iniciaba la década de los años ochenta y los análisis, las reuniones, la preocupación se hacía inminente. Un día, mientras preparaban una marcha en apoyo a El Savador en la casa del ex rector de la Universidad de El Salvador, Rafael Menjívar, reciben la noticia del asesinato de monseñor Romero. Cambia así el énfasis de las pinturas, de los mensajes, y se centran en acusar, desde México, a la Junta de Gobierno.

Los acontecimientos en El Salvador, las noticias recibidas y la necesidad de participar de manera más directa, hacen que su decisión de regresar fuera cada vez más inminente, sumando a ello que por esos días había pasado a casa del pintor Oscar Soles, donde se alojaban ya sobrevivientes de masacres, aquellas que habían pintado en algún momento entre cinco y diez años antes. Frente a los campesinos sobrevivientes, recita poemas de Jaime Suárez Quemain. Es justo ahí donde decide entregarse a las autoridades mexicanas, y en el Ministerio de Gobernación recibe malos tratos y torturas antes de ser trasladado al centro de detención de migrantes. A la salida del centro de detención le piden que colocara sus huellas dactilares. Un primer intento, nada. Un segundo, tercer y cuarto intento, no había definición de huella. «¿Y usted qué hace?», le pregunta el encargado; «soy artista», le contestó contundentemente Antonio Bonilla.

En 1980 con solo el pantalón y la camisa que portaba en ese momento y pidiendo raid desde la frontera de Guatemala hasta El Salvador, logra regresar a su país. Su destino, la casa de su madre, aquella mujer que lo observaba pintando gente en los cementerios mientras atendía en su pequeño salón de belleza a quienes demandaban su oficio de cosmetóloga.  

De regreso en El Salvador

Antonio recuerda que de las primeras noticias que recibió de su mamá y una vecina fue el asesinato con lujo de barbarie de Jaime Suárez Quemain. Fue como un golpe que lo dejara sin aire en los pulmones, mismos que hacía escasa semanas atrás se habían hinchado para declamar sus poemas frente a aquellos sobrevivientes de las masacres del bajo lempa. Poco a poco fue integrándose a los amigos ya organizados:  Dagoberto Reyes fue quien lo apoyó con la compra de algunas mudadas de ropa además de la única que traía.

Ya se sentía la pertenencia, la solidaridad, esa necesidad de aportar en un momento histórico usando más que el pincel y fue así como decidió dejar por un tiempo la paleta, las mezclas, los lienzos, sumándose a apoyar la causa que le hacía rugir sus más profundas fibras, mismas que había canalizado a través de la pintura, pero que ahora brotaban con acciones tan distintas: trasladar población herida como consecuencia de los enfrentamientos, guiar a gente sin rumbo que corría huyendo, buscar refugios donde resguardarse y dar cobijo a la gente durante los bombardeos, eran solo algunas de ellas.

En ese tiempo un accidente hizo que su rodilla colapsara y regresa a la pintura. Su primera exposición, «El Salvador: década de los ochenta», se realiza en la galería Tlaolli, del pintor Isaías Mata. Su temática se plasmaba ahora ya no en dibujos, sino en pinturas grandes y mostraba la violencia cruda, la muerte por doquier, las mismas angustias que él percibió durante los años en los que no usó el pincel, ahora brotaban raudas y se mostraban tal cual eran. El texto de las pinturas y la muestra, las hizo el escritor Reynaldo Echeverría, dueño de la librería Neruda, a quien días después lo asesinan con su hija en brazos cuando iba llegando a su casa y al día siguiente explota una bomba en su librería. Para esos días Antonio se había movido a Apopa, donde se escondía.

(Antonio) comenta desde una voz reflexiva sobre la inmensa necesidad de apostarle a la educación y la cultura, ambos rubros quedaron a la deriva del pensamiento del sistema que se renovaba a través de la doctrina neoliberal.

En ese momento se aferra a exponer en galerías diversas que aún demandan y permiten exponer su obra, entre ellas, la galería de Janine Janoski. Obras como «La masacre de los santos pueblos inocentes», «La reina de los militares», «Ramo de guineo en un inodoro», reflejaban ya fielmente el sarcasmo y la ironía en medio del dolor y de las angustias. Repasa una de las pláticas con Reynaldo Echeverría en la que coincidían que la única forma de hacer polo a tierra era a través del cinismo, de la mofa, del sarcasmo. Era necesario mantenerse lúcido para mantener la denuncia.

A finales de los ochenta recibe su primer premio Iberoamericano, en México. En 1989, gracias al apoyo de Francisco Hasbún, gestor cultural, que presenta una retrospectiva de su obra ante al menos quinientas personas en el magnánimo Museo Nacional de Antropología (MUNA).

Luego vinieron los Acuerdos de Paz y a pesar de respirar cierto optimismo, sentencia: «Duró poco. La gente que realmente sufrió la guerra, al paso de menos de diez años de los Acuerdos ya no le interesaba nada, cada uno tomó sus dinámicas». Por su parte comenta desde una voz reflexiva sobre la inmensa necesidad de apostarle a la educación y la cultura, ambos rubros quedaron a la deriva del pensamiento del sistema que se renovaba a través de la doctrina neoliberal.

Una de las preguntas que él mismo se hizo y que varios cercanos pusieron sobre la mesa fue: «¿Y ahora en paz, qué vas a pintar?», pero la capacidad creativa y premonitoria de Antonio lo hizo nuevamente observar. En ese periodo empieza sus pinturas dedicadas al fenómeno de las pandillas y nace ahí su serie “Bajo la sombra de los tiempos de la justicia”. Sin embargo, poco tiempo sería suficiente para comprender que la justicia aún estaba en la sombra y que por el mismo fenómeno en ciernes, su esposa y su hija deben abandonar, por seguridad, el país.

«Pues fíjate que no hago bocetos. Tengo la idea en la cabeza y de la cabeza va directo a lo que hago. A pesar de ello no me considero muralista, pero si mantengo mi temática social». Antonio Bonilla.

Viajes por el mundo

Los años siguientes sigue exponiendo varias de sus obras. Preside la Asociación de Artistas Plásticos de El Salvador (ADAPES) y retoma su obra. Participa de importantes premiaciones en Nueva York, México, entre otras, y en muestras de arte en Inglaterra y Francia. Conoce a Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Francis Ford Coppola, Quincy Jones, entre otras figuras reconocidas del arte.

El tiempo sigue su paso y ya para la década de los años dos mil empieza la idea de la obra La historieta de un país. Ya había contado con un dibujo a plumilla. Pasar de los formatos de dibujo a pintura, del uso del lienzo a las paredes… La pregunta se colocó: «¿Cómo pintás, Antonio?, trabajas tus bocetos, creas la ideas? Porque hablamos de varios formatos: dibujo, pintura, murales». «Pues fíjate que no hago bocetos. Tengo la idea en la cabeza y de la cabeza va directo a lo que hago. A pesar de ello no me considero muralista, pero si mantengo mi temática social», explica.

Su obra mural sobre los 200 años de República se encuentra en el Museo Nacional de Antropología (MUNA). En su extensos cuatro metros por nueve, se concentra un altar de iglesia en escenas, pero como Bonilla califica, desde la visión del pueblo durante ese tiempo. Al centro, descansan los próceres y alrededor de ellos las imágenes de la historia: la conquista, monseñor Romero rodeado de un Tío Sam y un Roberto D’Aubuisson que recibe de un personaje con sombrero de copa y lengua de puñal, un secreto. La masacre de los padres jesuitas, la figura militar infaltable cargada de muertes, un Feliciano Ama, acompañado de cumas que sobresalen por sí mismas y así, pasajes varios de la espiral de violencia y poder que ha acompañado a El Salvador más de doscientos años.

Luego de todo este recorrido, surge la pregunta: «Antonio, de todos estos años, ¿tenés alguna pintura favorita?». Me observa meticulosamente, como si fuera a pintarme, respira hondo y me dice: «No, Nayda. No me enamoro de lo que hice, me enamoro de lo que estoy haciendo». Ese es Antonio Bonilla, permanentemente en proceso creativo. Como él mismo expresa en sus redes: «Al terminar una pintura fuera de serie, que lo hacen exclamar ¡Puta, que bien me quedó!, es como experimentar un orgasmo que también lo hacen exclamar ¡Puta, nos excedimos!».

Su última serie, Los siete pecados capitales, es fiel a su estilo. Hoy por hoy, termina una serie de pinturas relativas a la guerra genocida contra Palestina. Solo a través de este recorrido es posible comprender a Antonio Bonilla. Hijo de su tiempo, artista de pensamiento crítico, comprometido hasta la médula con las causas humanistas. Indignado eterno contra las oligarquías, los militares, las Iglesias o cualquier atisbo de poder utilizado en favor de los dueños de las grandes desigualdades.

«No me gusta andar dando consejos», dice, «pero si pienso que en un mundo en el que las modas están de moda, hay que atreverse a crear desde lo que uno piensa y es. Las modas pasan y crear, ser artista desde la amplitud de lo que eso significa y vivir del arte, es difícil en todo el mundo, pero hay que atreverse a ser, ser lo que uno quiere ser.  Aunque expresarse desde lo que uno piensa es complejo también, porque es la cultura misma la que carece de autenticidad. Hay que hacer lo que querés hacer, no porque está de moda».

He aquí a Antonio Bonilla, aquel que nos muestra en el espejo, a través de personajes caricaturescos cargados de sarcasmo, cinismo e ironía, todo aquello que nos duele y nos avergüenza ver. Desnudador profesional de la doble moral y a quien seguramente esta plática la hubiera preferido tener sentado en un bar con al menos un balde de cerveza al lado, más que en el patio de su casa-estudio, donde elige al siguiente saltimbanqui que nos representará.

* ⁠Escritora. Consultora en políticas públicas y derechos humanos. Sus estudios son  en Ciencias Jurídicas y a nivel de maestría en Relaciones Internacionales y en Ciencia Política. Dos veces ganadora de Juegos Florales en las ramas de poesía infantil y de testimonio. Publicaciones: Atrapasueños, Laberinto Editorial, San Salvador, 2017.

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