Cultura

Doña Claudia Vega, tejedora en telar de cintura de Panchimalco.

Un tejer que no es sólo tejer…

«(…) es sostener un diálogo con el origen. Es un sistema de comunicación muy eficiente entre el inicio de la vida y este instante presente. Tejer es atrapar la información del cosmos, reconociéndose uno en lo divino y manifestarla con aparente simpleza en un complejo manto (…). Y así nomás tejiendo se va comprendiendo que cada planeta en el universo es un cuerpo vivo que funciona en relación a otro cuerpo, bajo un solo latido, y cada estrella es tan solo un punto, pero un punto indispensable en ese gran tejido. Y así nomás tejiendo, se va comprendiendo que un árbol no es solo un árbol. Es un eje que se ancla en la tierra y se proyecta hacia el cielo…”.

 Tschudi, 2017

Texto: Raquel Kanorroel*
Fotografías: Luis Galdámez

Marzo 22, 2024

El joven se quedó absorto viendo cómo la señora, con movimientos pausados y rítmicos, iba generando mágicamente con gran satisfacción —pero también con mucha paciencia— una vistosa tela a partir de una sencilla urdimbre de hilos en forma de ocho, sentada frente a un poste al que había amarrado el extremo de un artefacto sencillo compuesto por cuerdas y palos de madera, mientras que el otro extremo estaba sujeto alrededor de su cintura.

Él llegó inicialmente a aquel recinto a ensayar baile folklórico, pero, desde que la vio, quiso quedarse cerca de ella después de cada ensayo, sentado en el suelo, observándola realizar su sereno acto de creación: al cabo de unos días —o unas semanas— brotaba nítido de aquella danza manual un colorido lienzo textil, como de las nubes surge un arco iris. 

O como de las manos de la Divinidad surge el Universo.

Entonces, el joven —Rodrigo Miranda— decidió aprender a realizar aquel entrañable acto de magia cotidiana, y doña Claudia Vega, la experta tejedora que desde hace varias décadas ha enseñado la técnica del telar de cintura en la Casa de la Cultura de su pueblo natal, Panchimalco, lo acogió como alumno desde hace ya siete años.

«Mi abuela —María Cleofes Rivera— me enseñó a tejer siendo yo una niña, y a ella le enseñó mi bisabuela, y a ésta le enseñó también su mamá, y así sucesivamente por generaciones», explica ella.

«Me costó un año completo —365 tardes— aprender desde lo más sencillo a lo más complicado de este oficio», nos expresa por su parte Rodrigo, quien ahora es también un experto tejedor. «Venía tanto en vacaciones como en días de escuela, religiosamente. Y es que tejer en este telar lo transporta a uno a otra dimensión; es como si el entorno desapareciera: quien teje se sumerge en un océano de hilos, movimientos cadenciosos, puntadas y colores; la mente se acalla y se siente una profunda tranquilidad», expresa sonriente el joven mientras continúa maniobrando.

Maestra y alumno saben —como la gran mayoría de quienes hoy se dedican a cultivar este arte en México, Guatemala, Costa Rica, Perú, Ecuador y Bolivia— que la fascinación que sienten al tejer así brota del también fascinante origen del telar de cintura, el cual se remonta, no sólo a varias generaciones hacia atrás en el tiempo, sino hasta las mismas deidades autóctonas.

Los hilos de urdimbre son como venas que irrigan el vientre y en su entramado se van plasmando, con infinita paciencia, esos miles de años de abstracción que forman parte de su genética y conciencia» (Elena Tschudi, en video: https://vimeo.com/214892893 )

En primer plano, doña Claudia Vega, al fondo, Rodrigo Miranda.

Legado divino

«La actividad textil, incluyendo el hilado y el tejido, tiene sus arquetipos en acciones realizadas por las divinidades en un tiempo mítico», afirma el mexicano Manuel Alberto Morales Damián en La tejedora, la muerte y la vida: Simbolismo maya del trabajo textil en el Códice Tro-Cortesiano.

«(En dicho Códice), se refleja la importancia que tenía la producción de textiles dentro del pensamiento religioso maya: allí aparecen representadas las deidades de la creación, la muerte y la luna realizando las tareas del hilado y el tejido». Esos tres personajes divinos se llaman Itzam Ná, Ah Chaám e Ix Chel (o Ixchel), respectivamente. Pero, de los tres, la patrona del arte textil, hablando con propiedad, es la última.

Curiosamente, entre la indumentaria que luce Ixchel está su «tocado de cinta que se enreda formando un ocho, tocado que eventualmente se convierte en la figura de una serpiente que se enrosca sobre sí misma», la misma forma de ocho con que se elabora la urdimbre para el telar de cintura. De modo que dicha urdimbre, con toda su sencillez, representa un potente símbolo cosmogónico.

Y es que Ixchel es «la señora del árbol, puesto que en el árbol primigenio ata su telar de cintura para dar comienzo al mundo; es la señora del arco iris como patrona de los pigmentos con los que colorea sus tejidos, y es la señora del rostro blanco de la luna que está tendida esperando a ser fecundada».

Asimismo, en el «Ritual de los Bacabes» se le llama a esta diosa «La Blanca Señora de la Tierra» y «La Blanca Señora del Cielo», según manifiesta el experto mexicano: «Es “blanca”, sak, puesto que este término denota tal color, pero también “tejido”. Un título más de esta diosa resulta significativo: Ix Sakal Uooh. Uooh es una especie de arácnido, pero también el término para “glifo”. Así, Ix Sakal Uooh es «La señora araña tejedora», lo mismo que «La señora tejedora de glifos». De acuerdo con la información etnográfica contemporánea, los diseños textiles justamente se comportan como un texto escrito que señala el nombre de la tejedora, su familia y su lugar de residencia y narra algún mito heredado por generaciones de mujeres». 

Rodrigo, discípulo de doña Claudia, ahora también es maestro.

Y dice «mujeres», en plural, porque, aunque actualmente el arte del telar de cintura también lo cultivan hombres en todos los países donde aún se practica (con excepción de Guatemala), fue oficio exclusivo de las féminas en la época Precolombina y durante la Colonia, lo cual le confiere otra dimensión, ya no «divina» pero siempre trascendente, según veremos a continuación.

«Me costó un año completo —365 tardes— aprender desde lo más sencillo a lo más complicado de este oficio». Rodrigo Miranda.

Símbolo de identidad y resistencia

«Tejer fue una de las actividades que hermanó a las hablantes de náhuatl con las cachiqueles, las habitantes del Darién o las del altiplano andino», afirma María Oliva Méndez González en el documento El telar de cintura, inmanencia itinerante de la memoria (puede encontrar el documento en https://www.revistas.una.ac.cr/index.php/istmica/article/view/11028/13913).

Más adelante explica: «La confección de los tejidos tradicionales americanos no responde únicamente a una necesidad asociada a la supervivencia, ni siquiera podemos limitarla a su función ornamental. El entramado de hilos que componen los tejidos tradicionales es un lenguaje en sí mismo, un signo y un lugar de la memoria individual y colectiva (…). Mientras la mujer trabaja en su telar está conectada mediante el “cordón umbilical” y el “árbol madre” a la creación, al comienzo de la vida y a sus antepasados. Su movimiento de caderas hacia adelante y atrás se vincula con el embarazo y el parto, conceptos asociados a la diosa Ixchel, responsable de los nacimientos y la primera tejedora. Desde este punto de vista, vestir el traje significa mantener un diálogo con el pasado y adquirir, en el presente, la forma de los antepasados».

Así, en medio de la «espiral de violencia y usurpación sistematizada» que significaron las experiencias Colonial y Postcolonial (dictaduras militares) para la población autóctona en América Latina, «el telar de cintura, tejedor de símbolos, se ha convertido en símbolo mismo de la resistencia femenina», agrega Méndez González, especialmente en lo tocante a Guatemala, donde —como arriba se señaló— sólo las mujeres tejen y visten el traje tradicional bordado en el telar de cintura, ya que mucha de la población masculina ha sustituido su vestimenta originaria por la indumentaria occidental», debido a las restricciones impuestas a ellos tras la independencia de España. Esto vuelve a las mujeres indígenas guatemaltecas «depositarias y garantes transmisoras de la memoria histórica y cultural». 

Pero volvamos a Panchimalco

Volvamos a la Casa de la Cultura, donde doña Claudia y Rodrigo siguen tejiendo en el corredor mientras nos relatan cómo cada año suplen la demanda de paños panchos para nuevos o antiguos miembros de la Cofradía —paños que ostentan en las procesiones durante las festividades religiosas— o para las jóvenes en edad casadera (paños rojos o de soltera) y para las que ya se comprometieron (paños azules o de casada), así como elaboran trajes típicos que luego ostentarán las panchas de todas las edades, o atienden pedidos especiales de prendas y accesorios de vestir o decorativos que les hacen personas de fuera del municipio, para uso personal o para algún emprendimiento, entre las que suelen contarse varios extranjeros. 

El panteón católico —sincrético por definición— es enriquecido con la herencia indígena representada en la vestimenta de las panchas, aquí cargando la imagen de la Virgen María durante el famoso Festival de las Palmas del mes de mayo. Foto de archivo de Luis Galdámez.

La indumentaria tradicional funciona como un baluarte de la memoria: es pura resistencia contra las embestidas del olvido. En la imagen, bellas jovencitas panchimalquenses, embellecidas aún más por sus emblemáticos atuendos.  Foto de archivo de Luis Galdámez.

Mientras la mujer trabaja en su telar está conectada mediante el «cordón umbilical» y el «árbol madre» a la creación, al comienzo de la vida y a sus antepasados. Mª Oliva Méndez González.

«El telar de cintura me ha dado de comer y me ha permitido sacar adelante a mis hijos», manifiesta doña Claudia, aunque resulta claro que fue un «sacar adelante» en medio de muchas limitaciones.

Y es que no existe ni ha existido, según sabe la que esto escribe, ningún sólido apoyo al quehacer artesanal por parte de ninguna administración nacional, así como tampoco ninguna verdadera promoción del arte y la cultura en todas sus ramas; carencias éstas que abonan a la apatía que al respecto suele guardar el salvadoreño promedio y que ya forman parte de nuestro folklore.

A propósito, nos comenta Rodrigo que «da pena escuchar a nuestros compatriotas comentar, cuando nos observan tejiendo, que estamos haciendo “hamacas pequeñas”: mejor los extranjeros reconocen que se trata de un telar de cintura». Y ambos nos manifiestan que los residentes del centro de Panchimalco no se muestran interesados en aprender el oficio, sino sólo los de sus cantones y caseríos.  Afortunadamente, entre ellos hay varios jóvenes de ambos sexos que —al igual que Rodrigo— lo han aprendido y lo practican. Y no sólo jóvenes, sino también una pequeña muy peculiar que llegara al municipio hace un tiempo atrás desde San Francisco, California. Al respecto, nos cuenta doña Claudia: 

«Se llama Angelita y tenía 9 años cuando vino. Es muy inteligente, pues aprendió bastante rápido a tejer un paño básico. Su madre es salvadoreña y la trajo acá porque la niña vio en Estados Unidos un reportaje sobre nuestro trabajo; entonces nos contó que soñó con que venía y aprendía a tejer rodeada de un montón de niños alegres… ¡Y exactamente así fue como pasó! Porque, cuando ambas vinieron a su primera clase, había acá, en la Casa de la Cultura, un evento en el cual participaron muchos infantes, que estuvieron riendo y jugando mientras ellas tejían», concluye la maestra con una gran sonrisa.

De modo que doña Claudia puede respirar tranquila sabiendo que la tradición textil que heredó de sus antepasadas no morirá con ella en El Salvador, ya que Panchimalco es el único municipio donde el telar de cintura persiste; pues los tejidos de San Sebastián, por ejemplo, se realizan mediante telar de palanca.

Aunque, a decir verdad, los muertos tampoco están dispuestos a dejarlo morir.

No existe ni ha existido, según sabe la que esto escribe, ningún sólido apoyo al quehacer artesanal por parte de ninguna administración nacional.

Un signo identitario post mortem

Y es que no existe pancho ni pancha que se respete que se atreva a marcharse de este mundo sin su paño negro hilado en telar de cintura. Nos referimos, claro está, a los panchimalquenses «de la vieja guardia”, quienes aún subsisten en el casco del municipio, pero sobre todo en el interior.

El paño mortuorio se coloca sobre los hombros cuando el cadáver es masculino o sobre la cabeza cuando es mujer. Y más vale que así sea, pues en el caso de faltar dicha prenda, el fallecido se encarga de recordarle a sus seres queridos insistentemente mediante sueños que se la coloquen, apelando al chantaje o a la amenaza. Es por esto que los parientes de los panchos que se acercan al final de su vida terrestre mandan a elaborar los paños negros cuanto antes.

«Recuerdo el caso de una muchacha que su madre falleció —relata doña Claudia—, y ella, en su dolor, olvidó colocarle el paño. Pues la difunta la asaltó la primera noche en un sueño, reclamándole amargamente su descuido y acusándola de ser una ingrata. La joven vino asustada a contarme su pesadilla y a consultarme qué hacer, y yo le indiqué que a la menor brevedad llevara el paño al panteón y lo enterrara a los pies del sepulcro, a fin de que la occisa lo recogiera y se lo colocara ella misma donde debía», termina ella sonriente, pero sin tono alguno de broma.

Porque esa indumentaria tradicional es, como ya se mencionó anteriormente, «un signo y un lugar de la memoria individual y colectiva» y, por tanto, una potente protección contra el gélido olvido. Y porque los tejidos —al igual que los libros— son, como afirma la ya citada María Oliva Méndez González, «valores supremos de la continuidad», cuestiones éstas demasiado serias como para ser tomadas a la ligera por doña Claudia y los panchimalquenses, quienes quizá no manejan estos conceptos académicos, pero sí la verdad que encierran.

La juventud actual ante dos tecnologías

Hijo de su tiempo, Rodrigo tiene un teléfono «inteligente», mientras que doña Claudia utiliza uno pequeño «sobre todo para ver la hora, y con frecuencia se me olvida que lo ando en la bolsa con los hilos», nos dice riendo. 

A Dios gracias, el joven tejedor es más inteligente que su aparato y aprendió a distanciarse de éste para sumergirse en él mismo mediante su creación textil, cultivando con ello una virtud cada vez menos conocida entre los jóvenes: p a c i e n c i a. Esto es, aprendió a balancear el uso de la tecnología contemporánea, ésa que lo conecta con el mundo civilizado —tecnología prodigiosamente útil como innegablemente alienante si no se la maneja con prudencia—, con el uso de esa otra heredada por la diosa Ixchel —tecnología prodigiosamente bella y liberadora de tensiones—, que lo conecta con el universo. 

Sábados y domingos: Taller en Centro Cultural Cabezas de Jaguar.

Y es el amor a esa tecnología legada por sus ancestros lo que lo impulsa a compartirla, dando clases no sólo en la Casa de la Cultura de Panchimalco, sino también en el Centro Cultural Cabezas de Jaguar en San Salvador, donde comenzó a impartir un taller permanente el sábado 9 de marzo, el cual se realizará todos los fines de semana. 

Al despedirnos, quedan ambos trabajando en silencio, en ese silencio donde los latidos del corazón marcan el ritmo del urdir y el tejer, ese «tejer que no es sólo tejer», porque genera un lienzo que es la imagen misma del cosmos; porque el acto de tender la urdimbre y comenzar a hilar recrea el comienzo del tiempo y su perenne transcurrir, convirtiendo cotidianamente a quienes a ello se dedican en pequeños dioses…

​​* Periodista, pintora, dibujante y profesora de dibujo y pintura. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).

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